Las
peras del olmo
Carlos
F. Reyes
El
lenguaje que suelen emplear las autoridades del actual gobierno refleja tal pobreza
de ideas, incapacidad política, arrogancia y desprecio por los ciudadanos que
repugna escucharlo, especialmente en
esos shows pandémicos de la televisión.
Quienes
se sostienen en los palos intermedios del gallinero del poder –una vez enviados
a ejercer las vocerías-, repiten como loros las monsergas que les han dicho que
dijeran. Recalcan desde hace meses: “Hay que lavarse las manos para combatir la
pandemia”. Esa frase que bien pudiera encaminar a las personas a un aseo
preventivo, se convierte en insulto y palabrería hueca para quienes no disponen
de agua potable, como ocurre en los 800 campamentos y tomas de terreno que hay
en Chile. Pero no sólo eso. Este lenguaje machacón, repetido luego por
periodistas y animadores del circo televisivo, refleja, al mismo tiempo, el
desprecio hacia la mayoría de los chilenos pues presupone que la gente aún no
entiende que hay que lavarse las manos, que es dura de cabeza y, tal como
ocurre con los niños, hay que repetirles una y otra vez el discursito.
“Quédense
en sus casas, no salgan” es otra frase reiterada hasta el cansancio, tras la
cual se esconde el dedo acusatorio de que los efectos de la catastrófica
pandemia corren por cuenta de quienes infringen las medidas restrictivas. Da
pena leer algunos comentarios en las redes sociales en donde la gente repite esta
misma idea sin pensar, culpabilizando a los vecinos indolentes. Una frase
parecida pronunció el Ministro de Desarrollo Social (¿desarrollo?): “Les
queremos decir (nunca usan un lenguaje directo, se quedan en la intención
comunicativa) a quienes viven en situación de calle, que vuelvan a sus casas”.
Creo que es tan grande la ignorancia de esta casta pudiente acerca de las
condiciones de vida de la población, que en su manera de ver el mundo ni
siquiera se dan cuenta de cuánto desprecio manifiestan. Hay 3,5 millones de
chilenos que realizan trabajos informales por lo cual deben salir a diario a
buscar el pan. Son compatriotas e inmigrantes que deben elegir entre morirse de
hambre o correr el riesgo de contagiarse con el virus mortal. Pero esos loros
alimentados con pan y vino además mienten; difunden la idea de que la propagación
de la pandemia se debe a la despreocupación de los pobladores, quienes incluso
hacen fiestas de 30 personas en una ciudad de 7 millones de habitantes. Qué
horror, es el colmo. Contrariamente a esta idea, los estudios de Espacio Público
indican que se han realizado, hasta hoy, 23 millones de controles en las calles
y solo el 0,5% de las personas ha sido multado. Pero a falta de ideas, siguen
con la cantinela: “Quédense en sus casas, no salgan”, repitiendo las mismas
palabras como quien reparte caramelos. Y por si ello no bastare, pronto se
implementará, en complicidad con las compañías telefónicas, un sistema de
seguimiento de los teléfonos móviles y sus dueños, amén de las penas del
infierno que acaban de ser aprobadas para castigar a quienes salen a trabajar
porque no tienen con qué vivir.
El
menosprecio hacia los pobres les sale por los poros. Es un hedor imposible de
ocultar a pesar de los carísimos perfumes Bleu de Chanel o Boss. No se trata de
incontinencia verbal. Cuando a Herman Chadwick, primo del Mandatario, le
recriminan por la presencia de 31 personas en el funeral de su tío, el cura.
Responde que ellos sólo eran 20. ¿Pero y los sacerdotes, los músicos, los
fotógrafos, señor Chadwick? “Ah, esos no
cuentan”. No cuentan, no son seres humanos. Es como si se refiriera a unos
postes, a unas cañerías en el muro.
Hay
en las voces de estos privilegiados un aliento de sermón de la montaña, algo de
voz iluminada, una epifanía diría Warken, uno de los gestores doctrinarios
regalones del modelo neoliberal; esa palabra cargada de incienso que se
pronuncia juntando las manos: “Y si el virus se convierte en buena persona”
(Mañalich); “Vamos a derrotar el virus con amor”, dicho con los ojos en blanco
como Juana de Arco en la hoguera (Rubilar).
A
veces, esta casta acomodada pasa de la mirada peyorativa a la provocación y la
burla. Así, nosotros, los del Tercer Estado, (para darle un aire histórico a
esta miseria) nos enteramos que La Moneda Versallesca encarga un presupuesto (100
millones de pesos) de comidas gourmet que incluye paté de jabalí, queso
cilegine (elaborado con leche de búfala), mousse de pato, caviar, truchas y
otras delicatesen, mientras el pueblo pasa hambre. Lo sorprendente es que los
voceros de palacio corrieron a aclarar que la licitación se realizó con el fin
de "generar ahorros necesarios para el Estado". Mientras tanto, sólo
en Puente Alto se organizan a diario más de 100 ollas comunes a las cuales acuden las dueñas de casas con su cacerola
para que otras mujeres solidarias se la llenen con tallarines, contenido que,
con su sabor a solidaridad, muchas veces será la única comida del día.
Mientras
Chile tiene un mayor número de contagiados por coronavirus que Italia y más que
España, y que hoy ocupa el séptimo lugar con índices de mayor contagio a nivel
planetario, el ex ministro responsable, ese que fracasó, ese que fue incapaz de
adoptar las medidas profilácticas a tiempo, ese inepto se marchó como si
hubiese sido un héroe, pese a que se había equivocado, pese a que ignoró la
cantidad real de muertos, pese a que confesó que se había dejado seducir (así
dijo, “seducir”, no sé si antes o después de hacerle, como buen súbdito, una
reverencia versallesca a Sebastián I), pese a que no sabía que en las clases
proletarias había hacinamiento, pese a que extravió la trazabilidad de los
contagiados. Y se fue así no más, dejando las cartas desordenadas sobre la mesa
después de haberse entretenido armando castillos en el aire, jugando con la
salud de los chilenos, mientras la Derecha más dura le oficiaba un funeral
vikingo cargado de alabanzas.
Así
es que llegó el nuevo ministro: modosito, humanitario, indulgente, caballeroso,
de hablar suave, más preocupado al parecer de los nombres de los periodistas
que del número de muertos que ya nadie sabe cuántos son, como si se reeditara
la macabra contabilidad que hacía a diario la Vicaría de la Solidaridad durante
la Dictadura cívico-militar. Camina, equilibrándose sobre una cuerda no muy
tensa, rumbo a un final incierto. Empezó diciendo que su gestión sería de
“continuidad”. A poco andar se desdijo de este disparate, pero no puede cambiar
demasiado el rumbo, porque el presidente Larroulet lo observa desde el segundo
piso con un largo catalejo. Por eso pronunció un discurso tibio, diciendo que “No hay diferencias en Chile ni
de clases sociales, ni de religión, ni políticas ni económicas”. O sea que los
judíos, católicos y musulmanes son lo mismo, no hay diferencias entre ellos.
Genial. Y agregó: “Hay un respeto por la dignidad humana”. Ignorando así que el
mayor reclamo durante el estallido social fue la necesidad de dignidad,
artículo inexistente en las políticas públicas de Piñera. Por eso se bautizó la
plaza Italia con ese nombre emblemático como si los manifestantes hubieran clavado
allí una bandera justiciera. El ministro, pese a su hablar mesurado, no logró
desautorizar la investigación de CIPER, según la cual la tasa de mortalidad
(proporción de fallecidos por Covid respecto del total de hospitalizados por el
virus) de hospitales públicos y clínicas privadas muestra diferencias abismantes.
Por ejemplo, en el Hospital Padre Hurtado
dicha tasa es de 25,1% mientras en la Clínica Las Condes alcanza sólo el
5%.
Mientras
crece incontrolable la pandemia y la recesión económica golpea con fuerza los
hogares de los chilenos, el Gobierno se apresta a aumentar los poderes del
Ejecutivo y a disminuir los del Legislativo en una línea política encaminada,
además, a poner una lápida al plebiscito de octubre y a la redacción de una
nueva Constitución.
Así
pues, a la luz de los acontecimientos consignados, ¿será posible que esta ralea
dueña del país cambie su lenguaje y habitual desprecio hacia los pobres?,
¿ocurrirá algún día que esta estirpe baje desde las cumbres de su poder para al
fin humanizarse? ¿O tal vez le estamos pidiendo peras al olmo? Una sabia
leyenda china afirma que cuando un árbol no da frutos ni sombra, hay que
cortarlo.
Carlos
F. Reyes
Prof.
de Estado en Castellano
(Universidad
de Chile)