viernes, 6 de julio de 2012

Historia de un amor correspondido en el Desierto de los Tártaros

A las 11 de la mañana emprendí con Parveen el difícil viaje a Jaisalmer situado en pleno corazón del Desierto de los Tártaros. Era un trayecto de 400 kilómetros y yo preferí partir a esa hora a pesar del calor para así evitar los contratiempos nocturnos que ya nos había tocado vivir.

Francamente me aterraba el trayecto: los cuatro neumáticos estaban lisos, el de respuesto se había rajado cuando el vehículo pisó un clavo en plena noche, las llantas parecían borde de empanada de tanto golpe que habían recibido y no estaba muy seguro de que el motor soportaría el calor de una región donde la temperatura suele pasar de los 55 Cº a la sombra. Compré varias botellas de agua y mucha fruta, y me dispuse a enfrentar cualquier adversidad pese a que Parveen no me dejaba tratarlo de igual a igual. Cuando intenté ayudarle con la gata para desmontar la rueda que se había pinchado, se indignó, y ha rechazado sistemáticamente mis invitaciones a almorzar. Y no es que haya mala onda. Más bien al revés; ha escuchado algunas de mis historias, es atento y de una fidelidad a toda prueba. Cuando en Agra y Jaipur no encontramos alojamiento en los hoteles respectivos porque los funcionarios de la oficina en Delhi no habían hecho la reservación oportuna, fue él quien me ayudó a encontrar otro alojamiento en donde se pudiera validar el vaucher que me habían dado. Pero durante esas dos noches, él durmió en el auto pese a mis protestas y maldiciones lanzadas contra la empresa turística que me había embaucado. “¿Estás cansado?”…”No, sir”. Eso sí, no estaba dispuesto a viajar tantas horas en ese horno con ruedas sin un diálogo más fluido y con menos “Yes, sir” y “No, sir”. De modo que decidí buscar el punto débil de Parveen y nada mejor que hablar de mujeres. Eso, entre hombres, nunca falla. Primero me contó que había tenido una aventura con una española que apenas lo vio, lo tomo de la camisa, lo condujo hasta su cuarto, lo arrojó sobre la cama y comenzó a devorarlo presa por presa. Fue tal el entusiasmo de Dolores (¿podría haber tenido otro nombre?) que cuando ella partió a las calidas playas de Goa, no se aguantó más el hambre de Parveen. Le mandó un pasaje aéreo perentorio a Delhi y cuando éste llegó lo retuvo en el cuarto del hotel durante quince días como un felino hambriento retiene a su presa. Le pasó la lengua por donde quiso, le succionó la médula de todos y cada uno de los 254 huesos, le hizo hacerle cosas que ni en sueños Parveen habría imaginado, lo retuvo entre sus brazos y piernas, lo estrujo y le sorbió el tuétano hasta que el chofer de taxi no pudo rendir más. Entonces Dolores, ahíta, lo expulsó de su vida y lo puso en un avión de regreso a Delhi. En su casa Parveen estuvo 3 días durmiendo y sus mucosas irritadas le recordaban a cada instante esa pantera insaciable de pelo negro y acento andaluz. “¿Quieres una naranja, Parveen?”…Esta vez sonrió y me dijo “OK, sir” En fin, ya era un avance. El auto avanzaba lento como si la superficie lisa de los neumáticos se fuese impregnando de la brea derretida del camino. Sí, camino, porque esa larga cinta negra que llegaba al infinito no era una carretera sino un camino mal asfaltado. Después me contó historias más sosegadas, por ejemplo la que había vivido recientemente con dos norteamericanas que se lo turnaban noche por medio sin ningún tipo de conflicto. Luego apareció una sueca y luego una holandesa y así. Entonces no me aguanté y le hice la pregunta que hacía rato me daba vueltas. “Oye, Parveen, ¿y cómo son las mujeres indias en la cama?” Me moría de ganas de saber su respuesta pues yo presentía que había enormes contradicciones en la vida sexual de los indios. Por un lado, había una larga tradición –que se remontaba a casi dos mil anos-que apuntaba a buscar el placer y perfeccionarlo mediante los sabios consejos contenidos en el Kama Sutra y el Ananga Ranga. Además existían los bajorrelieves de unas ruinas en donde las esculturas de piedra hasta hoy constituyen una esplendida manera de aprender acerca de estas materias. Pero por otra parte yo sabía de las severas restricciones carnales impuestas al pueblo y especialmente a las mujeres por los musulmanes. Este era el lado talibán del asunto. Ya me había tocado ver en TV como una mujer policía agarraba de los hombros a una muchacha, la mechoneaba y le daba bofetadas mientras no paraba de insultarla por el solo hecho de que la joven andaba paseando por el parque tomada de la mano de su pololo. La escena fue transmitida varias veces por televisión, no sé si con el afán de criticar dicha medida o con el propósito de causar escarmiento. Parveen me contó que su madre, de 50 años, quedó viuda hace 4 y que no puede volver a casarse porque esa acción sería reprobable por su comunidad. Es más, hace dos días entré a un templo Jainista en Ranakapur y en el dorso del ticket se señalaba explícitamente que estaba prohibida la entrada al templo a toda mujer que estuviera en período de menstruación. Así pues, la respuesta de Parveen resultaba clave. “No”, me dijo, “Nunca he hecho el amor con una mujer india”. Entonces recordé las palabras de Ma’hatman, el primer chofer que me acompañó por Delhi, quien me dijo que ningún muchacho indio tiene relaciones sexuales antes de casarse. Es más, me contó que él solo había conocido a una mujer, su actual esposa. “Pero”, agregó Parveen, “…sé por mis amigos que las mujeres indias se dejan hacer. Ellas no se mueven. Solo están siempre dispuestas a lo que el hombre quiera hacer con ellas”. Eran las 12:30 PM en el reloj digital del auto, hacía un calor de mierda y en ese momento Parveen se bajó con el celular en la mano no sin antes decirme: “Just a minute, sir”. Salí a estirar las piernas, aproveché de orinar y me comí unas naranjas mientras Parveen conversaba lejos del auto. Hacía dos horas que habíamos cruzado el último pueblo. Vimos como una larga hilera de hombres humildes -que se siguen vistiendo como en la época de Mahatma Gandhi- de flacuchentas y tostadas piernas, iban en fila en la misma dirección nuestra. Marchaban en silencio pero a paso marcado. Cada uno llevaba al hombro un trozo de tronco, una rama o un manojo de paja reseca. Iban serios como a cumplir un trámite. Cuando el automóvil alcanzó la cabecera de la comitiva vi que 4 hombres cargaban una angarilla que portaba el cuerpo de un muerto envuelto en telas amarillas y rojo-marrón. Era un funeral y gran parte del pueblo acompañaba al difunto. Me quedé con la impresión que el mayor obsequio de los amigos y vecinos consistía en aportar un trozo de leña ( tan escasa en el desierto y tan necesaria para calefaccionar las chozas y preparar la comida) con la cual iban a quemar al muerto. Este tipo de escenas tan intensas, a veces surrealistas, ocurren a diario en India, de modo que no me sorprendía demasiado que Parveen estuviese hablando por teléfono en medio de la nada. Miré la cinta negra de la carretera que se perdía en el espejismo de la tarde y pensé que a esa hora yo podría estar durmiendo después de haber almorzado una reineta al vapor con salsa de mostaza acompañada de papas duquesa y un vino blanco bien helado. Pero no. Estaba parado en un punto sin nombre en el mapa esperando a que el chofer concluyera su conversación telefónica. “OK, sir, let’s go”. Cuando Parveen puso en marcha el automóvil esbozó una amplia sonrisa. Se lo veía feliz y entonces me abrió su corazón. El año anterior había conocido a Gloria. Se vieron, se gustaron y se enamoraron. Pese a su nombre ella es alemana, tiene 40 años y es separada. Sus hijos, un adolescente de 17 años y una niña de 9, lo conocieron, viajaron con él, saben de la relación que existe y no la objetan. Al contrario, Gloria quiere que Parveen viaje a Stuttgart, donde ella trabaja como ingeniera para formar una nueva familia. Le hice ver a mi chofer las enormes diferencias culturales que existen entre una alemana profesional exitosa y un chofer de taxi indio abrumado por los prejuicios. Al parecer está consciente de ellas, pero el mayor obstáculo a esta relación la constituye su madre. En India no se toleran las uniones con tal diferencia de edad y menos aún con una mujer separada y con hijos de otro hombre. Cuando Parveen se refiere a este asunto y a la necesidad de revelarle a su madre que en marzo próximo emprenderá el viaje a Alemania, a Parveen le tiembla la barbilla, por eso mantiene en secreto esta relación. Él piensa que puede trabajar un tiempo como taxista para juntar unos pesos y así seguir apoyando a su madre. La parte más bella de la historia tiene que ver con las misteriosas llamadas que Parveen viene realizando todos los días a las 12:30 desde que salimos de Delhi. Hoy me enteré que él la llama para declararle su amor. Durante 15 ó 20 minutos se aman a través del satélite y mientras mi lacónico chofer bebe un chái indio en Rajastán para soportar el calor que cae a plomo, Gloria saborea su café matutino de las 7:30 en una Stuttgart de cañerías congeladas. Así pues, hoy supe que Parveen llama todos los días a su amada para despertarla y desayunar juntos a 20 mil kilómetros de distancia. Gloria también lo llama durante el día, él le manda cartas de amor por internet y día por medio se adoran gracias al ojo de cíclope de la webcam. Parveen detiene el auto y saca de la maletera un sobre de manila de tamaño oficio. Dentro viene un retrato de Gloria que él me muestra lleno de orgullo y que lleva consigo a todas partes, aunque claro, no lo puede dejar en su casa porque lo puede descubrir su madre. La emoción me invade y entonces decido hacerle el mayor regalo que se me ocurre. En Udaipur lo someto a una sesión fotográfica matutina, guardo las mejores imágenes, luego las recompongo en Photoshop y se las envió a su correo electrónico para que él disponga de una docena de imágenes frescas que pueda enviarle a su amada. Me convertí pues, en cómplice de esta relación de amor correspondido y puse mis conocimientos y mi cámara a disposición de una causa tan noble como el amor. A lo lejos diviso unas casas de barro y una caravana de camellos cruzando el horizonte. “¿Llegamos a Jeisalmer?”, “Yes, sir”. Es el último día del año, estoy lejos de todo y cerca de nada. Aquí me aguarda un nuevo hotel y mañana un safari en camello, mientras que Parveen va a recibir como todos los días esa señal de amor correspondido en el Desierto de los Tártaros.

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