La mañana del primer día del año había sido como abrir una herida que recién comenzaba a cicatrizar. Esa noche dormí mal a causa de la gripe, tenía tos, me dolían los músculos, sentía los huesos triturados, la fiebre no se me quitaba y no tenía ganas de ir a ningún lado. Feliz, me habría quedado en cama.
Pero Parveen, el chofer, pasaría a recogerme a las 9 AM con sus clásicos “Yes, sir; no, sir” para recorrer la vieja ciudad de Jodhpur como habíamos acordado el año anterior. A regañadientes bajé, pues, al restaurante del hotel para tomarme un café a la vena que me reactivara.
Todo estaba en silencio y el soñoliento anciano de la recepción me condujo con gestos de manos hasta un comedor a oscuras en donde en un pésimo inglés me explicó que todos los días cortaban la electricidad entre 8 y 12 AM. Afortunadamente en ese momento alguien estaba abriendo desde fuera las persianas metálicas que daban hacia la calle gracias a lo cual entró una luz tibia con cara de bostezo que iluminó las mesas cubiertas de migas, servilletas usadas y restos de salsas. Desde los pilares colgaban serpentinas en desuso, globos desinflados y espirales metálicas de colores chillones que recordaban la celebración de Año Nuevo. Hice el pedido a un dependiente que hablaba en voz baja como si temiera dañar el aire inmóvil y me quedé esperando en ese espacio vacío que parecía crecer a medida que pasaban los minutos. Cuando llegó el café, casi no me atreví a revolver el azúcar pues el choque de la cuchara contra el borde de la taza provocaba un sonido enorme que rebotaba contra las paredes. Apuré la taza y salí. Ahí estaba Parveen, esperándome con su sonrisa de gigoló asiático.
Subimos por la serpenteante vía que conduce hasta la explanada en donde se estacionan los vehículos. Bajé del auto y emprendí el duro ascenso hacia el Fuerte Meherengarth. Subí por escaleras de piedra rosada finamente pulida; recorrí las almenas desde donde se divisaba la Ciudad Azul; caminé por entre los bosques de pilares tallados en mármol blanco del Puhul Mahal situado en el patio central del fuerte; me enteré de los diversos nombres que los guerreros les habían dado a cada uno de los cañones y caminé por sobre el esplendor que había conseguido Rao Jodha, de la dinastía de los Rathore, en 1459, cuando ordenó la construcción del fuerte. Me asomé al borde de la gigantesca construcción para deleitarme con el paisaje añil de las viviendas, más allá del cual se extendía el desierto y la región Marwar, más conocida como la Tierra de la Muerte.
Bajé de la fortaleza y encontré a Parveen conversando con otro chofer: “Ahora vamos al Jaswant Thada?…yes, sir; ¿Tienes hambre?…no, sir”
Me subí al auto y emprendimos el camino hacia el cenotafio de los Maharajás erigido a unas pocas cuadras del Fuerte. Ya no me dolía la cabeza, pero el sol implacable me quemaba la piel, sentía sed y caminaba con la sensación de que en cualquier momento iba a pisar las aguas falsas de un espejismo. Fue en ese momento, mientras yo subía las amplias escalinatas de piedra rosa cuando apareció en lo alto y de la nada un Maharajá de carne y hueso.
Era un hombre macizo, de gestos calmados que irradiaba poder. A su paso se hacían a un lado hasta las piedras. Vestía un traje de lino color blanco hueso con hilo de oro en los bordes, usaba un turbante rojo con guarniciones finas y zapatos de piel de camello con bajorrelieves finamente labrados. En sus anillos refulgían rubíes, topacios y esmeraldas. Lucía afeitado a la navaja e iba dejando tras su paso una estela de sándalo y mirra.
Era el último heredero de la dinastía de los Singh. Tal vez ese día cumplía con el rito familiar de visitar sus posesiones: el Fuerte, el Museo y el Cenotafio en donde habían sido incinerados sus antepasados. Sólo que ese día yo iba subiendo con mi camarita en la mano y mi resfrío a cuestas cuando apareció en lo alto. No dudé un instante en tomarle la foto a él y a sus acompañantes. Ni se dignó a mirarme cuando se escuchó el disparo de la cámara; en realidad el Maharaja no miraba a nadie; él, con todo su poderío, estaba más allá del bien y del mal. Era una reliquia viva que emergía desde el pasado en todo su esplendor. Fue como abrir un libro de cuentos, de esos que al extender las páginas se levantan castillos, cerros y árboles de papel en tres dimensiones. Era un tipo tan digno, elegante y dueño de sí que no lo alcanzaba a tocar el aliento fétido de la decadencia. Fue como ver al Papa, ese ser que criticamos por sus posiciones retrógradas, por su poderío y riqueza inconmensurables, que nos repugna cuando habla de los pobres pero que su paso provoca una inevitable seducción por el poder, ese vértigo de asomarse al pozo sin fondo de una vida misteriosa de la que nunca sabremos demasiado.
Así pues, el Maharajá se subió a un auto azul oscuro y sus acompañantes en otro idéntico mientras unos 20 guardias de turbantes rojos que portaban unos AK-47 trepaban a cuatro jeeps de escolta. La comitiva se perdió por los sinuosos caminos que bajaban hacia la Ciudad Azul de Jodhpur.
Fui hasta el estacionamiento donde me esperaba Parveen. “¿Nos vamos a Ranakapur?…yes, sir…¿Quieres una naranja?…No, sir”. Tras varias horas de viaje nos aguardaba el maravilloso templo jainista de Ranakapur con sus 1.444 pilares de mármol blanco ricamente tallados en donde reencontraría las figuras de las apsaras que tanta emoción me habían provocado el año anterior en Angkor Vat. Es cierto, me había perdido el Año Nuevo santiaguino, no había visto los fuegos artificiales de la Torre Entel no le había dado el abrazo de buenos deseos al conserje de mi edificio. Aunque un poco maltrecho estaba lejos de nada y más cerca de mí mismo. Una vez más había eludido el arañazo de la soledad. Ahora, más allá de las montañas y siete horas de viaje me esperaba en Udaipur el palacio real de verano, Jag Niwas, construido en medio de un lago por donde se pasean los pavorreales con sus colas tornasoladas desde mucho antes de que se filmara allí, Octopussy, una de las tantas películas de James Bond.
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