martes, 2 de octubre de 2012

De Rusia con amor y no con el amor de la rucia.


De Rusia con amor y no con el amor de la rucia.

El tren estaba vivo. Lo sentí desde que me acosté encima de una mujer sin tocarla. Sorprendente. Era la una de la madrugada. Las luces de las estaciones vacías se metían al cuarto y cruzaban a gran velocidad por las paredes del compartimento a medida que el tren avanzaba. Parecían sombras o luces chinescas que cruzaban como buscando algo. 

Una de las ocho estaciones de ferrocarril de Mosc'u
El tren ondulaba como una cuncuna de metal sacada de un cómic de ciencia ficción en la que Harry, quien había sido enviado para destruir a los enemigos de Xilón, cuando vio que desde la tierra emergía Serpix, la serpiente metálica que lo inspeccionaba con sus ojos de rayos láser, soltó sus esfínteres y se cagó entero, claro que dentro de su traje espacial, y es verdad, al pobre tren le crujían los huesos de su largo esqueleto de fierros oxidados, maderas astilladas y tuberías carcomidas por un aceite negro, aunque es necesario señalar que aún conservaba ese aire de decoro propio de las ancianas  empobrecidas súbitamente, pues la desgatada alfombra oriental del pasillo -tendida como una lengua de trapo por fuera de los compartimentos- le otorgaban un aire de vagón del tren Expreso Oriente, pobre, pero digno.
Yo viajaba desde Moscú a Kiev en un coche dormitorio de segunda con la nostalgia de dejar atrás a un nuevo amigo, muchas iglesias de cúpula de cebolla, la historia dura de un pueblo magnífico y, sobre todo, una ciudad feúcha, aplastante, con edificios pesados, de mármol y roca del color de un paquidermo cubierto de lodo reseco, pero que al despedirme tiñó su cielo nocturno de un rojo intenso, cargado de simbolismo y que luego se puso a llover, dejándome esa sensación de songonana que a veces me invade, cuando la noche, cuando la lluvia, cuando la distancia, cuando los trenes de mi infancia salen a pasear por mi memoria…y el pobre, me daba una pena, se retorcía de dolor en cada peralte, crujía como los submarinos sometidos a grandes presiones bajo el mar y se inclinaba como un barco a punto de zozobrar, aunque no era ni parecido a la nave de cristal del hotel Radisson en que me sacaron a pasear las dos moscovitas que me fueron a esperar al aeropuerto, un barco con aspecto de discoteque flotante sobre el río Moscú, en cuyo comedor cenamos en compañía  de un carísimo vino chileno que yo pedí, porque entonces no me dio pena, 
Bar del barco sobre el r'io Mosc'u
no como cuando el tren avanzaba peligrosamente inclinado; entre tanto, yo me aferraba con fuerza a una cadena que sostenía el camarote superior donde estaba acostado encima de  una señora que iba debajo, pensando que si el carro se volcaba quizás me podría ocurrir lo mismo que a Harry. Pero el tren sacaba fuerzas de flaqueza como un viejo y noble caballo, parecido al de la canción venezolana

                   Caballo viejo y cansado
                   Caballo de la sabana

esa que me animé a cantar en karaoke, tras consumir media botella de vodka, ante las blancas palomas en ropa interior recostadas sobre los sillones de cuero que seguían con aplausos desabridos mi traposa voz desafinada, allá en el Golden Girls, allá donde eso es lo que menos importa y adonde había ido con dos amigos a palpar “nalgas de seda” como dijo uno de ellos en un inglés más traposo aún, ese que hablé durante casi tres semanas  en Rusia.
Y luego pasó lo de la gorda. Pobre, le faltaba el aire. Acezaba con sólo estar de pie. Le habían asignado el segundo camarote superior, paralelo al mío. En el de abajo viajaba una muchacha que estaba cubierta de cables que la conectaban a un aparato electrónico, de modo que no pensaba cederle su puesto. Era evidente que la gorda no se podía trepar. Creí que la iban a empujar entre varios o que iban a traer una escalerilla para que se montara en la cama. Hasta pensé en el uso de una grúa manual. Pero no, la señora optó por quejarse ante el encargado del vagón, pero luego las aguas se calmaron provocando un paréntesis a la espera de una solución que me dejó en suspenso. El tren siguió avanzando con su crujidera de  fuelles que se comprimían, chirridos de ruedas que sacaban chispas y gases expulsados con esfuerzo. Pero yo seguía aferrado a la cadena. 


Más tarde apareció la policía rusa con sus linternas, comunicadores fastidiosos y voces autoritarias. Mi pasaporte les llamó tan profundamente la atención que lo tomaron con la punta de los dedos como quien examina un insecto extraño. La sargento llamó a un superior y este a otro más superior, mientras daba vueltas y vueltas las páginas del documento. Lo husmeaba rebuscando aquello que no calzaba con sus expectativas, incluso se dio maña para buscar mi nombre en un pequeño librito que seguramente contenía los apellidos de los más buscados. Como no aparecí en su lista negra, su rostro de decepción fue elocuente. Sin conformarse del todo, se comunicó por celular inquiriendo más datos, y luego activó un dispositivo electrónico y con un lapicito de punta metálica fue digitando mis datos, miró mi foto y en ese preciso instante dejé de ser un montón de hojas cubiertas por unas tapas azules que decían República de Chile, porque por primera vez, me miró a los ojos, entonces le sonreí de manera fingida, pero luego pensé que estaba despeinado y que quizás mi rostro no coincidía por completo con la fotografía del pasaporte, en donde, además, no sonreía. Se me ocurrió que necesitaba un cepillo de pelo más a la mano porque el que había comprado en Barcelona lo tenía en la maleta que estaba debajo de la cama donde yacía la señora, además el pelo me había crecido y tenía que cortármelo, pero no sabía en qué estilo, porque el corte que usan los rusos y ucranianos me parece de campo de concentración y eso me asusta al igual que cuando la sargento miraba mi foto y luego me miraba a mí que le ponía una exagerada sonrisa de payaso, ¿lo pueden tomar preso a uno por sonreír de manera burlesca? Afortunadamente no tenía sueño, de modo que la sargento podía seguir revisando cuantas veces quisiera mi pasaporte, hasta pensé en regalárselo con una bella dedicatoria. Luego se afanó por entrar y salir del compartimento y cada tanto me preguntaba “¿Chile?”, aunque yo no sabía si ella quería que yo le describiera mi país, le hablara de la cordillera y de las ricas machas a la parmesana o que le confirmara que soy un ciudadano chileno, a pesar de que siempre me pone incómodo cuando lleno unos papelitos de inmigración y debo escribir “chilena” allí donde dice nacionalidad. Creo que finalmente se aburrió, además que le quedaba todo el tren por revisar, ese tren que descansaba en medio de la nada, detenido sobre esa línea invisible llamada frontera, donde sólo hay tierra, piedras, pasto, árboles, pájaros y seres humanos. Lo demás son rayitas inútiles sobre un papel.

R'io Volga
Entonces me dieron ganas de fumar. Me tiré cama abajo tratando de no pegarle un talonazo en la cara a la señora y salí al pasillo. Ante la puerta del camarote contiguo estaba la sargento, se dio vuelta y yo le sonreí con mi boca de sandía burlona. Su mirada fue de hielo. Llamé al calvo que estaba a cargo del vagón y le mostré la cajetilla dándole a entender que quería ir a fumar. Su “niet” fue categórico, indicándome por señas que el proceso aún no concluía. Me dieron más ganas de fumar. Quise hacerlo a escondidas en el baño, pero la sargento se interponía en mi camino y preferí aguantarme. Se imponía la prudencia. Me quedé mirando un andén de concreto y unos rieles que se cruzaban como largos tallarines. Daban pena, se veían tan abandonados.
Luego apareció la policía ucraniana, revisando los bolsos. Yo había querido traerme de recuerdo un kalashnikov con mira telescópica y cargador incluido, pero no me cabía en la maleta. Sin embargo el tipo que entró era buena gente, venía sin gorra y riéndose con sus compañeros; me preguntó qué tenía en la mochila y luego se marchó sin revisar nada. Tras un rato apareció el encargado quien me llevó al salón de fumadores con actitud de acomodador de cine. Me dejó en la unión entre dos carros y se fue cerrando la puerta tras de sí. Era un sitio triste. Las gruesas planchas de metal habían sido pintadas y repintadas de mala manera, de modo que la pintura chorreada anterior había quedado cubierta por una nueva capa lo que le daba más volumen al escurrimiento. La raya de los tornillos había quedado cubierta por el óleo, el piso estaba cubierto de colillas y por entre las placas de metal volví a ver los rieles oxidados.  Entonces se me quitaron las ganas de fumar. Regresé al compartimento y tras mucho esfuerzo trepé a mi litera, apagué la luz, cerré la puerta y permití que los pensamientos positivos vinieran a acompañarme.
Moscú, San Petersburgo y Yuroslavl ya pertenecían a ese pasado que se había quedado dentro de mí. Son tantos nombres, rostros y voces…Serguei, Mijail, Valentina, las Natashas, Ivan, Nadieshda, Vladimir, los padres de Serguei, ese magnífico par de viejos que dieron su vida por la construcción del socialismo; su  madre que me dio a probar las deliciosas mermeladas que prepara, y su padre que me hizo degustar el vodka que elbora y que tiene los 40 grados exactos que debe medir, lo cual comprobamos con un alcoholímetro tras cenar. Atrás quedaron los jóvenes con que hablé en la calle, en la  Universidad de Moscú (que educa gratuitamente a más de 30.000 profesionales en su aulas gigantescas), Alexei, las encantadoras funcionarias y guardias de la Biblioteca Nacional Lenin que hicieron todo lo posible para que yo tuviera acceso en el cuarto piso a una edición en español de Crimen y Castigo y que releí emocionado luego de medio siglo, cerrando así un círculo literario de mi vida. 
Biblioteca Nacional Lenin

Cuando tenía 14 años cayó en mis manos el texto de Dostoiewki y fue fatal, no pude dormir en varios días, no podía cerrar el libro, no podía dejar abandonado a Rodión  Románovich Raskólnikov ni a Alióna Ivánovna, la vieja prestamista asesinada por el joven estudiante Raskólnikov. Releí, durante un par de horas, páginas y páginas al azar  del más grande escritor ruso, aunque también me acompañaron esa tarde de vientos helados que provenían de Fnlandia, cuyos habitantes tienen el mal hábito de no cerrar la puerta al viento polar, estuvieron conmigo, decía, Pushkin, Chéjov, Gogol, Tolstoi, Nadieshda Krupskaia, la compañera de Lenin, Esenin, Gorki y cómo no, Maiakovski, el gran poeta suicida, Turgeniev y, desde luego Lenin, y mientras estaba sentado viendo el Kremlin a través de los grandes ventanales sucios también estuvieron conmigo los cosacos, los hermanos Karamasov, la perspectiva Nevski de San Petersburgo, el hambre de los campesinos rusos redimidos en 1917 gracias al pragmatismo político de Lenin que dio el golpe de estado en el momento preciso, a Troski que organizó el Ejército Rojo y a Stalin que cuando los soldados de Hitler estaban a media cuadra de Moscú tuvo la osadía de organizar un desfile militar que fue decisivo para levantar el ánimo y derrotar a un ejército de más de 5 millones de soldados alemanes. Sí, es un pueblo magnífico, sufrido, sensible a más no poder, solidario como el que más, generoso a manos llenas y con quien tuve el honor y el placer de conocer aunque por pocos días. Cómo olvidar la enorme generosidad de Serguei que me invitó a los mejores restaurantes para degustar la comida siberiana, georgiana, moscovita, ucraniana e incluso turca. Conversamos largas horas, entre trago y trago de vodka,
¡Nasdarobia!...
¡salucita!..
que aquí es como tomar té, discutiendo acerca del papel de Iván el Terrible en la configuración del estado ruso, el rol de los Romanov y de Nicolás II, ese pobre imbécil que nunca supo conducir políticamente el imperio y que abandonó, finalmente, en manos de su mujer Alejandra, idiotizada por un monje loco llamado Rasputín que fue asesinado en el palacio de Catalina la Grande. Y sobre todo, compartimos nuestro asombro acerca de cómo pudo desplomarse la sociedad soviética de la noche a la mañana. Mientras fumábamos en su balcón, descuartizamos a los traidores, a los que cambiaron un modo de vida más justo, más humano por un par de jeans a la moda. 
Estatua de Dostoiewki
Cómo sacar de mi corazón a este pueblo culto (en todas las estaciones de metro hay librerías y en los vagones la mitad de los pasajeros lee), valeroso, que saltó de una sociedad de servidumbre casi esclavista, durante el zarismo, a ser dueña de sí, que aprendió a leer cuando el 80% de sus habitantes eran analfabetos, a explorar el cosmos, que fue capaz de enviar el primer hombre al espacio, que construyó la primera estación espacial. Cómo arrancar de mi memoria a las viejecitas de pañuelo en la cabeza que hoy, para poder subsistir, venden montoncitos de fruta a la salida del metro. Y mientras releía al maestro, cuya estatua no por nada está a la entrada de la gigantesca biblioteca, también rememoraba la música de Shostakovich, de Borodin, de Tchaikovski, volvía a oír el poema sinfónico Pedrito y el lobo de Prokofiev e imaginaba a las esforzadas bailarinas del Bolshoi haciendo sus cabriolas sobre el escenario. Pero no todo fue miel sobre hojuelas. Es preciso decirlo. También ocurrió   Goulag, denunciado por un mal escritor como Solyenitzen. También se conservó la vieja manía zarista de enviar a los pensadores e intelectuales disidentes a los campos de concentración en Siberia. También existieron las purgas, los crímenes masivos, el asesinato de Troski en México, las luchas intestinas por el poder, lo peor de la condición humana, esa que todos llevamos dentro: la ambición por el poder, la crueldad, el rencor, el egoísmo, la vanidad. Esas mismas que se dan a cada rato en la mafia del Vaticano con sus escándalos sexuales y económicos; las mismas que ocurren con el asesinato gangsteril de los líderes en Norteamérica o con las torturas cometidas a vista y paciencia de todo el mundo en Guantánamo, pero que aparecen morigeradas por el escandaloso control de los medios de comunicación asociados con el poder. ¡Cuánto hemos perdido al desconocer la cultura rusa! El manto de silencio que se tendió desde los países capitalistas durante el socialismo soviético, nos ha transformado en ignorantes de primera línea. ¿Cuántos saben, por ejemplo, qué significa soviet? Creo que pocos, muy pocos.
Estaci'on del Metro en Mosc'u
Mis ideas fueron circulando por mi cabeza con la misma rapidez con que entraban y salían del compartimento las luces de las estaciones desoladas. Y entonces recordé las casas que había en las dashas, al costado del camino hacia Yuroslavl. Todas de madera, mirando hacia la carretera por entre los árboles y los macizos de flores. Todas con tres ventanas alargadas al frente. Todas decoradas con volutas, zarcillos y morisquetas de colores. Parecían de juguete o de cuento infantil

                   Talán talán tocan los bomberos
                   en casa del gato hay fuego

decía un cuento infantil ruso que le leía a mi hija. Todas las casas estaban adornadas con ese afán decorativo propio de los rusos que se manifiesta en los bordados de sus blusas, en las matrioskas, en las cucharas pintadas a mano y luego lacadas, en las largas trenzas rubias que las mujeres ordenan en torno a su cabeza como una corona, en sus largas calcetas de lana donde tejen dibujito tras dibujito, en sus iglesias ortodoxas, en los íconos sagrados. Es el estilo ruso: aferrado a sus raíces folklóricas, detallista y, sobre todo, elegante.

Pero mis pensamientos fueron interrumpidos por la brusca aparición de la policía ucraniana de inmigración. Al igual que la rusa, sus hermanos mayores, llegaron con sus linternas, sus estridentes equipos de radio y sus voces de mando. Me imaginé de inmediato lo que venía. El formulario con sus cuadraditos y su letra pequeñísima lo había llenado a medias, casi dormido, tratando de leer sólo la parte que estaba en inglés y no la que estaba en ruso y en ucraniano en medio del zangoloteo del tren que parecía feliz de correr cuesta abajo en esa parte del camino. Me imaginé lo peor. Y lo peor era completar los datos que faltaban, para lo cual debía bajarme de la litera y conseguirme un lápiz, porque los datos que había escrito los hice con uno que me prestó la muchacha del equipo electrónico que se había bajado en una estación anterior despidiéndose de mí con una sonrisa fresca y un dosvidania inolvidable.
Por supuesto apareció la nueva sargento, tan meticulosa como la anterior. ¿Se tratará de un rasgo obsesivo femenino? Porque cuando indagan, indagan a fondo. Al igual que su colega, tomó mi pasaporte con delicadeza y lo puso bajo el microscopio de su mirada. Le hizo el escáner visual respectivo. Pero un molesto engranaje no calzaba. Hizo, pues, lo mismo que la anterior. Consultó por su equipo de radio a la central para que le dijeran qué diablos era Chile; luego  llamó a un superior y, no contenta con eso, llamó a un comando rigurosamente vestido de camuflaje, boina negra inclinada y una Makarenko calibre 45 en la cartuchera. Afortunadamente el enorme soldado no cabía por la puerta de modo que no pudo ingresar, pero sacó una máquina fotográfica digital y tomó un par de imágenes de mi pasaporte, que dicho sea de paso es para eso, para pasar puertas. A diferencia de la anterior esta funcionaria ni me miró, le pegó un timbrazo rojo a la visa que casi la destroza y se marchó. Debo agregar que ambas sargentos eran bellísimas y que no tenían lunares con pelos en la punta de la nariz. Tal vez por eso no me ofusqué con ellas.
Me tiré cama abajo porque ahora sí quería fumar. Tenía la cabeza atontada, no sabía en qué lugar se había detenido el tren y, para colmo, el huso horario de Ucrania cambiaba en una hora de menos. Tras fumar un cigarrillo amargo, llamé al calvo y le pregunté si podía tenderme en la litera inferior que había dejado la muchacha. Fue otro “niet” categórico. Dio media vuelta y se alejó por el pasillo. Cerré la puerta y, desde luego, me tendí en el camarote de la muchacha, oliendo el delicado perfume que había dejado impregnado en la almohada. Desperté cuando amanecía y cruzábamos sobre el ancho río Dniéper. Como un caballero, salí del cuarto para que la señora se vistiera y vi cómo los pasajeros tomaban las sábanas, el forro de la almohada y una toallita que nos habían pasado y se dirigían adonde el calvo para entregárselas. Me  hice el que no sabía y no llevé nada. Además estaba casi durmiendo de pie en el pasillo.

El tren no ingresó a la estación sino que se detuvo en un andén lateral. Bajé y decidí caminar hacia donde iban todos. Necesitaba dinero, un café y un mapa de la ciudad. En ese orden. Los rublos que llevaba en el bolsillo no me servían de nada. Acarreé la maleta con ruedas hacia la boca de un túnel, descendí por la escalera pensando en encontrar pronto un cajero automático o bien una casa de cambio para comprar con mis euros el dinero local, pero cuando terminé de descender, me encontré frente a frente con una carnicería. Vi unas longanizas, chorizos y prietas que colgaban de un fierro y que en el mostrador había embutidos, jamón, queso, encurtidos variados. En rigor no era una carnicería, sino una fiambrería. Sin embargo, bastó ese pequeño detalle para que me cayeran súper bien los ucranianos.
El punto es que yo necesitaba una casa de cambio con urgencia. A la salida del recinto todo empeoró porque no había una oficina de información turística, no tenía un mapa de la ciudad, mi tarjeta estaba bloqueada, era sábado por la mañana, estaba todo cerrado y no tenía dinero para comprar un café. Pero como he seguido y aprobado todos los cursos de supervivencia desde que nací, pronto, muy pronto pude arreglármelas para llegar al hotel Slavutych donde tenía mis reservaciones.
¿Y qué pasó, finalmente, con la gorda? No tengo idea aunque creo que la arrojaron fuera del tren en una curva de la línea férrea.



2 comentarios:

  1. Muy entretenido y chistoso tu relato, que bueno que sigas con la mirada avida y aventurera, lo que me
    extragna es que viajes sin lâpiz, con que te harâs
    la raya?
    besos

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  2. Este comentario ha sido eliminado por el autor.

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