domingo, 21 de octubre de 2012

El tren sin ruedas (Tres meses de viaje)

El tren sin ruedas (Tres meses de viaje)
Mi recorrido por Kiev se vio entorpecido pues llovía intensamente día por medio. Además aún no me había curado por completo de un resfrío que había atrapado en Moscú y, sobre todo, por la pésima costumbre de los finlandeses de dejar la puerta abierta permitiendo que se cuele un viento polar que recorre todo el norte de Europa. Es un viento como de sal congelada, que golpea la piel con millones de partículas veloces como cuchillitos de hielo.
Me alojé en un hotel de 800 habitaciones, el cual estaba ocupado en no más de 30. De modo que por la noche el silencio era absoluto. Entonces yo salía a pasear por los corredores alfombrados sin que existiese la posibilidad de encontrarme con otro pasajero. Y como creo que me quedaba un poco de fiebre residual, recordé la película El Resplandor y reproduje algunas actitudes dementes del protagonista. Subía y bajaba por cada uno de los cuatro ascensores; usaba las escaleras de servicio para descender y reaparecía en cualquier piso, deseando que una ola de sangre avanzara de improviso por un pasillo; revisaba puertas de cuartos pequeños en donde guardaban los útiles de aseo; incluso instalé mi netbook en un living vacío y comencé a teclear letras sin destino.
Pero, finalmente la ciudad me conquistó. Y vi casi todo, (no fui a Chernobyl, que estaba como a media cuadra, para no arriesgarme a regresar a Santiago con las orejas verdes) aunque me quedé con las ganas de conocer el Museo de las Microminiaturas, en donde se pueden apreciar, por ejemplo, las pirámides de Egipto y una caravana de camellos talladas en madera, las que hay que observar con un microscopio. Tampoco fui a probar un masaje corporal con chocolate que hacían unas chicas orientales. En fin, no se puede tener todo.



Recorrí el Museo de la Segunda Guerra mundial instalado en una de las tantas colinas de la ciudad. En el sitio hay una gigantesca esfinge de acero que representa a una mujer con una espada en alto y un escudo con la hoz y el martillo en la otra mano. Antes de ingresar al museo se puede conocer todos los tipos de armamento que se emplearon en dicha guerra: ametralladoras, camiones, fusiles de asalto, obuses, el famoso tanque T´34, aviones de hélice, un par de MIG´s, misiles intercontinentales, baterías antiaéreas, etc.

Lo novedoso es que los niños juegan felices con estas armas. Y es que hay que entender que, a diferencia de lo que ocurre en Chile, en estos países que vivieron la guerra y sus mortíferos efectos, no hay olvido posible. Ellos no pueden olvidar a sus casi 7.000.000 de muertos a causa de la invasión nazi. Por eso erigieron, además de la tumba al soldado desconocido, un monumento en homenaje y recordatorio de todas las mujeres injuriadas durante los distintos episodios bélicos ocurridos en el país.

Ucrania fue hasta hace poco el segundo país socialista con un mayor y más potente ejército. Cuando se produjo la unificación del país y su independencia de la URSS, esta nación contaba con armas nucleares, que devolvió a Rusia para su destrucción. Su ejército está actualmente formado por unos 300.000 hombres y mujeres. Sigue, eso sí, produciendo misiles e incluso dispone de un programa espacial propio. No es de extrañar entonces que a la salida de la estación del Metro Arsenalna haya una ametralladora instalada sobre una roca enorme.

Así pues, este pueblo no puede olvidar a sus muertos. Por eso vi viejecitas que iban con ramos de flores para depositarlas ante el mausoleo donde están inscritos los nombres de los millones de caídos. Conviene tener presente que el brutal conflicto, desde una perspectiva histórica, no ocurrió hace mucho tiempo. En Alemania aún siguen traumatizados con el tema y prefieren eludirlo en las conversaciones. En Francia abundan las placas recordatorias de quienes cayeron bajo las balas nazis. Y en Rusia, donde hay un canal de TV del Ministerio de Defensa, todos los días se exhiben documentales con fotos y películas de la Guerra Patria. Hasta en los pueblos más pequeños vi monumentos a los caídos acompañados de un ramo de flores frescas.

Y Ucrania, al igual que Rusia, es un pueblo profundamente religioso. Prueba de ello son las innumerables iglesias cristianas ortodoxas que hay en todas esas regiones. Una de ellas es la catedral de Santa Sofía, en donde no se podían tomar fotografías para no dañar sus frescos intactos desde el siglo XI. Desde luego es evidente la poderosa influencia que ejerció Bizancio sobre estos pueblos nórdicos. De hecho, la construcción de esta catedral fue a imitación de la que actualmente existe en Estambul.

Llama la atención el uso reiterado del nombre “Sofía”, para referirse a una santa, a unas catedrales monumentales y a la capital de Bulgaria que es la puerta de entrada a Estambul y Atenas. En griego “sophos” es “sabiduría”, por eso “philosopho” es aquel que ama la sabiduría. Incluso en “Crimen y castigo”, cuya traducción es errónea pues el título original en ruso es algo así como “Pecado y expiación”, aparece Sofía, quien no sólo le entrega amor a Raskolnikov, sino que es la prudencia en persona y quien se encarga de ayudar a otros prisioneros en Siberia. Es decir, es una santa Sofía.

Pues bien, en esta iglesia -donde por cierto no hay bancas, porque en ninguna iglesia ortodoxa la gente va a sentarse como ocurre en las católicas- es posible ver el sarcófago de mármol blanco con el cuerpo del Príncipe Yaroslavl El Sabio, uno de los fundadores del estado ruso, aunque en rigor fue Iván El Terrible quien dio inicio a la conquista de tierras hacia el este y “armó” por así decir, la patria rusa. De hecho fue él quien quiso coronarse zar, para así imitar al césar romano; y lo hizo en 1547. Y fue Iván, también, quien por unas disputas con la Iglesia, permitió que el vodka importado invadiera Rusia, fomentando desde entonces el alcoholismo que aún subsiste.

También recorrí Kyievo-Pechers´ka Lavra, un monasterio Ortodoxo que es considerado el Vaticano de dicha religión. Allí visité las catacumbas, vela en mano eso sí, para ver los cuerpos embalsamados de numerosos monjes que decidieron pasar sus vidas en oración en esos estrechos y oscuros pasadizos. Los ataúdes tienen una cubierta de cristal y dentro están los cuerpos de esos santos varones. La gente que acude lo hace con una fe impresionante, sin embargo en las afueras se desarrolla un comercio que echa por tierra tanta devoción. Lo curioso de Lavra (quiere decir monasterio, así como kremlin significa fortificación) es que está situado a un par de cuadras solamente del Rodina Monument (la imagen de la mujer con la espada) que está junto al museo de la Gran Guerra Patriótica.

También recorrí la X Feria Internacional del Libro. Ese día cerraba sus puertas, por cierto no había que pagar la entrada como en Chile, y en las estanterías de más de 100 empresas editoriales casi no quedaban libros. La gente se los llevó casi todos, especialmente las ediciones para niños que ocupaban un tercio de la muestra. También había música, escultura, danza, teatro y encuentro con escritores, entre otros, con Alessandro Baricco.

En fin, el último día tomé mis pilchas y tras regalarle una rosa a Daría, una de las recepcionistas del Hotel Slavutovich, en agradecimiento por su bella sonrisa y la amabilidad con que me atendió, partí rumbo a la estación de ferrocarriles.

Como estaba en plan de ahorro, eludí a los taxistas del hotel y fui hasta la esquina. Me subí con mochila y maleta a una liebre que venía llena. Me bajé en la Estación del Metro Liviberechna y tras recorrer las estaciones Dnipro, Khreschaltyk y otras, llegué a Vokzal´na.

Tenía pasaje para las 20:12 en el vagón 13. Era un tren que procedía de Moscú, hacía un alto en Kiev y luego proseguía hacia Sofia. Y mientras me comía una barra de chocolate, se me ocurrió revisar el pasaje. Entonces descubrí que el tren no llegaba al día siguiente a Bulgaria, sino al subsiguiente. Es decir, yo partía un miércoles y llegaba un viernes. Eran, ni más ni menos, que 36 horas en tren.

Rápidamente ubiqué un sitio con Internet y le envié un recado urgente a Julia para que no me fuese a esperar a la estación al día siguiente como habíamos acordado. En fin, quedé un poco más tranquilo. Fui a ver las paletas informativas para saber en qué andén debía esperar el tren que debía ingresar a las 19:10. Por supuesto todo estaba escrito en cirílico y de los andenes, sepa Moya.

Sin embargo el tren ruso ingresó puntualmente a la estación. La locomotora rusa era gigantesca, parecía un edificio con ruedas. Entonces empecé a buscar el vagón trece…10…11…12…y el tren se acabó. No había vagón 13. Pero como ya tenía una larga larga experiencia en trenes en India, no me compliqué mayormente.

En India hay que comprar el pasaje de manera anticipada, nunca el mismo día. El pasaje incluye datos sabrosos como, por ejemplo, la cantidad de kilómetros que recorrerá, el número de la máquina, el nombre del tren (porque allá los bautizan, como ocurría en Chile cuando la gente hablaba de El Valdiviano) y otros datos, pero no el andén en el cual hay que esperar. De manera que minutos antes de su arribo hay que estar atento a los parlantes cacharrientos que anuncian el track respectivo. Eso implica, muchas veces, agarrar las pertenencias, partir corriendo hasta el final de la estación, subir unas escaleras metálicas tipo mecano que se zangolotean peligrosamente, cruzar por encima de la estación, bajar otra escalera y llegar al andén respectivo. Pero eso no es todo. De improviso aparecen unos funcionarios con unos grandes tarros con engrudo y unas hojas impresas en esas máquinas planilleras de multipunto, en donde están escritos los nombres de los pasajeros y sus respectivos asientos. El funcionario extiende una capa de engrudo en un costado del tren y pega el papel respectivo. Luego hay que abrirse paso a empujones para confirmar que allí está impreso (y si se puede leer, porque la tinta a veces escasea) el nombre de uno. Si no está, hay que correr al próximo vagón y así sucesivamente hasta dar con el indicado. Para toda esta operación uno cuenta con apenas unos cinco minutos.

Y bueno. Instalaron el vagón que faltaba. Subí, acomodé mis bártulos y bajé a fumar un pucho pensando que me haría bien para los bronquios porque la tos me estaba matando. Las encargadas del vagón eran dos brujas. Una de ellas con el pelo de escoba. Sin embargo, se portaron rebien durante el viaje. Corrían a llevarme un tecito (“chai”, decían ellas) que extraían de una especie de zamovar adherido a un recodo del pasillo. Eso sí, no se perdieron jamás la oportunidad de despertarme cada dos horas porque la policía ucaniana, la moldava, la rumana, la búlgara, etc. venían a revisar pasaportes.

El primero en aparecer en el cuarto fue Dima, un italo- ucraniano, experto en conducir grandes maquinarias. Después llegó Larissa, una vieja actriz de teatro y su nuera, Svetlana, una mujer joven y atractiva. Arriba dormirían el bachicha y la rubia, mientras que abajo estaría Larissa y el autor de estos entretenidos reportajes.

Pues bien, en cuanto comenzó a moverse el tren, juntamos la puerta que daba al pasillo, yo saqué mi botellita de vodka (que está prohibida en los trenes), para que fuéramos aflojando, y empezaron los “nasdarobia”. Al poco rato, Svetlana hablaba conmigo en francés porque había vivido un año en Orly, Larissa conversaba con Dima en Ucraniano, Svetlana le respondía algo en ruso a Dima y, cada tanto, yo hablaba con Dima en mi precario italiano. Como a la una de la mañana, daba lo mismo cuál era la lengua de cada cual, aunque, pese a mis esfuerzos, no logré entender el manejo de una retroexcavadora que Dima insistía en enseñarme, moviendo hacia delante y hacia atrás numerosas palancas. Él me retaba cuando cometía errores, sobre todo cuando derribé un muro a causa de mi torpeza. Entonces me bajé de la máquina y le dije “¿Sabís qué más?, métete la retroexcavadora por el……………………lo”. Y Dima se fue con su máquina no sé para dónde.

El sueño nos venció y al compás de un teatral “bye bye” que emitió Larissa, apagamos la luz y ellos se quedaron dormidos como niños buenos.

Entonces me empezó la fiebre. Quise seguir leyendo el Journal (1931-1934) de Anaïs Nin que me regaló Françoise en L´Oise, porque iba en una parte re buena, aquella cuando Anaïs le confiesa a June, la mujer de Henry Millar, que la ama:



“Nous nous sommes perdues toutes les deux, mais cést lorsque l´on révélé le plus son moi véritable. Vous avez révélé votre sensibilité inouïe. Je suis si touchée. Vous êtes comme moi, vous souhaitez des moments aussi parfaits et vous avez peur de les gâcher. Nous n´étions prepares a cela ni l´une ni láutree, et nous l´avions imaginé trop longtemps. Soyons comblées, c´est si bon. Je vous aime, June”.



En la película Henry y June, quien interpreta a June es la feúcha Uma Thurman mientras que Anaïs es encarnada por Maria de Medeiros. El libro se pone más entretenido todavía. Recomiendo, en particular, las páginas 65 a 77 por su poesía y franco realismo. (Editorial Le livre de poche, Paris, 1966).

Pero no quise incomodar a los otros pasajeros con la luz encendida, de modo que me dediqué a pensar en que el tren se iba a descarrilar, al tiempo que me preguntaba si los pensamientos tienen tanta fuerza como para que se cumplan en la realidad, y como la respuesta fue positiva, cambié de idea. Entonces me puse a pensar en cómo iba a ser la destrucción de la Tierra en 5.000 millones de años más. Tal vez aún tenía presente la última película de Lars von Thiers, Melancholía, en donde, además de tratar este tema logra una excelente descripción de una mujer depresiva.

La fiebre me hacía “pelar el cable”, como dicen los jóvenes. Mis ideas brotaban, cobraban cuerpo y se extinguían mucho más rápido que la velocidad del tren. Pasaba de un tema a otro sin poder detener mis neuronas. Se me aparecía el Castillo de Elsinor donde deambula el fantasma de Hamlet, luego recordaba pasajes de la novela que estoy escribiendo durante el viaje, en seguida revivía parte de la conversación sostenida con Soledad cuando nos invitó a cenar en Kreuzberg, barrio de Berlín en donde levantaron un cerro con los escombros de la ciudad, veía nuevamente el Castillo de Chantilly como una noble dama blanca instalada con su vestido de mármol blanco en un valle verde, más tarde me parecía estar viendo la película Camille Claudel, cuando Isabelle Adjani, interpretando a Camilla, es sacada con una camisa de fuerza desde su taller, mientras Gerard Depardieu, en realidad Rodin, observa la escena desde detrás de unos árboles.

En fin, en algún momento me dormí, me despertaron, me preguntaron pelotudeces que no respondí, me dormí nuevamente y me volvieron a despertar, me dormí y así.

Decidí terminar de fumarme la cajetilla de cigarrillos a ver si dejaba de toser. Por otra parte, cada vez que regresaba del salón de fumadores, tenía que armar la cama de nuevo porque el colchón, las sábanas y las frazadas se resbalaban, se caían y yo despertaba tiritando y tosiendo.

Hasta que llegó el nuevo día.

Y fue de película, porque como los rumanos y búlgaros decidieron que la trocha tuviese otras dimensiones a las empleadas en Rusia y en Ucrania, hubo que cambiar el tamaño de los boogies, esos armatostes que tienen cuatro ruedas y que van debajo del tren. Algo similar ocurre con el Transiberiano cuando tiene que cruzar territorio chino para llegar al puerto ruso de Vladivostok, punto final de dicha travesía. Así es que de pronto una grúa gigantesca levantó el tren y le arrancaron todas las ruedas. Me imaginé el esqueleto de un dinosaurio con la cabeza colgando. Fue como si de pronto le hubiesen sacado todos los dientes a alguien. No quise bajar a mirar, me dio pena. Afortunadamente dicho cambio lo hicieron los ucranianos y no los rumanos quienes seguramente habrían convertido las ruedas en pailas para cocinar mermelada.

Durante todo el día cruzamos territorio rumano, incluso pasamos por un país que yo desconocía: Moldavia. Ver dicho paisaje era ver un filme de Kousturika: parajes pobres, campos secos, niños con los mocos colgando, la carreta con forma de artesa tirada por un caballo al que se le ven las costillas, letrinas descalabradas, unas casas miserables y unos gitanos con sombrerito de ala corta, chaleco de terno, camisa blanca y bigotito delgado para completar la imagen.

Y mientras cruzábamos y, a veces nos deteníamos, por Vinnica, Lvov, Chernovcy (donde una vaca levantó la cabeza y me miró pero yo no le hice caso), Ploiesti, reanudamos la conversación en el compartimento plurilingüe.

Larissa, que andaba vestida de negro abrió un paraguas con un gesto teatral notable y se puso a elogiar a García Márquez. Parecía una geisha empolvada. Entonces yo, como un caballero, le recité el primer párrafo de Cien años de soledad en español. Y mientras Svetlana se resistía a que el bachicha le enseñara a manejar una aplanadora, sacó un bolsito con remedios y me los fue pasando con gestos que indicaban para qué servía cada uno de ellos. “Señor Carlos”, me decía, y se tocaba la garganta y con una tijerita contaba tres pastillas del envase. “Señor Carlos”, me decía, se tocaba la cabeza, ponía expresión de dolor y me pasaba cuatro pastillas más. “Señor Carlos”, me decía, abría la boca e indicaba con un dedo hacia adentro y me pasaba tres grageas más. Su generosidad era enorme. Fueron como 50 kms. de pasarme remedios que yo iba metiendo en los bolsillos y como todos están escritos en cirílico, nunca supe para qué eran cada uno de ellos.

A mediodía ocurrió lo más surrealista. Como Svetlana se enteró de que soy profesor de lengua y literatura, le tradujo dicha información a Larissa, quien de inmediato sacó un catálogo, con su fotografía incluida, que mostraba una serie de conferencias que se iban a dictar en Kiev acerca del tema. Hablaron entre ellas y acto seguido Svetlana sacó su celular, llamó a alguien y me pasó el teléfono. Era una mujer que, en perfecto inglés, me invitaba a participar de dichas conferencias, señalándome que estaría muy halagada de recibirme en la capital de Ucrania. Le manifesté que lamentablemente mi destino era Sofia y que por tanto no estaba en condiciones de aceptar su generosa invitación. “Igual que en Chile…”, pensé de modo irónico, “…en donde tengo que andar pidiendo la limosna para que me asignen un curso por semestre”. Quedé halagadísimo, sorprendido y fascinado con el episodio surrealista que había vivido. Larissa completaba el cuadro riéndose debajo de su paraguas negro.

Lamentablemente los tres se bajaron en Suceava Bacau (¿o fue en Bucaresti?) y me quedé solo en el compartimento. Hice la cama de nuevo, cerré las cortinas, tranqué la puerta y me acosté a dormir. Pero mi tos iba en aumentó, de modo que decidí salir a fumar tabaco negro.

Durante la noche se repitió el cuento de los pasaportes, hasta que llegamos, por fin, al día siguiente a Sofia. Bajé la maleta y la mochila, recorrí el andén de punta a cabo, pero Julia no estaba. Conseguí un cajero automático para disponer del dinero búlgaro necesario y la llamé por teléfono. Me señaló que ese día no podía ir a buscarme porque lo había hecho el día anterior que había pedido libre en su trabajo. De modo que tenía que esperarla hasta las siete de la tarde. Eran las nueve de la mañana. Bueno, no era tanto, sólo diez horas de espera nada más con fiebre, cansado, hediondo, soñoliento.

Conté todas las baldosas del hall de la estación, incluyendo unas que estaban rotas; medí los pasos que tiene a lo ancho, conversé con todos y cada uno de los vendedores de los kioscos; me hice amigo de todos los perros vagos que deambulaban por el lugar, y cuando me aburrí de contar durmientes de la línea férrea, me instalé en el rincón de una escalera, prendí un puro Cohiba para mis pulmones y me puse a escribir estas notas animado por el trencito que llevo dentro de mí.





1 comentario:

  1. Que bueno tener noticias del Periplo, estaba
    echando de menos. Espero que tu resfio và mejor
    Cuidate y tomate todos los remedios que te dio
    la segnorita rusa. Ya luego encontraras el calor!

    ResponderEliminar