De
Rusia con amor y no con el amor de la rucia.
El tren estaba vivo. Lo sentí desde que me
acosté encima de una mujer sin tocarla. Sorprendente. Era la una de la
madrugada. Las luces de las estaciones vacías se metían al cuarto y cruzaban a
gran velocidad por las paredes del compartimento a medida que el tren avanzaba.
Parecían sombras o luces chinescas que cruzaban como buscando algo.
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Una de las ocho estaciones de ferrocarril de Mosc'u |
El tren ondulaba como una cuncuna de metal
sacada de un cómic de ciencia ficción en la que Harry, quien había sido enviado
para destruir a los enemigos de Xilón, cuando vio que desde la tierra emergía
Serpix, la serpiente metálica que lo inspeccionaba con sus ojos de rayos láser,
soltó sus esfínteres y se cagó entero, claro que dentro de su traje espacial, y
es verdad, al pobre tren le crujían los huesos de su largo esqueleto de fierros
oxidados, maderas astilladas y tuberías carcomidas por un aceite negro, aunque es
necesario señalar que aún conservaba ese aire de decoro propio de las ancianas empobrecidas súbitamente, pues la desgatada alfombra
oriental del pasillo -tendida como una lengua de trapo por fuera de los
compartimentos- le otorgaban un aire de vagón del tren Expreso Oriente, pobre,
pero digno.
Yo viajaba desde Moscú a Kiev en un coche
dormitorio de segunda con la nostalgia de dejar atrás a un nuevo amigo, muchas
iglesias de cúpula de cebolla, la historia dura de un pueblo magnífico y, sobre
todo, una ciudad feúcha, aplastante, con edificios pesados, de mármol y roca del
color de un paquidermo cubierto de lodo reseco, pero que al despedirme tiñó su
cielo nocturno de un rojo intenso, cargado de simbolismo y que luego se puso a
llover, dejándome esa sensación de songonana que a veces me invade, cuando la
noche, cuando la lluvia, cuando la distancia, cuando los trenes de mi infancia
salen a pasear por mi memoria…y el pobre, me daba una pena, se retorcía de
dolor en cada peralte, crujía como los submarinos sometidos a grandes presiones
bajo el mar y se inclinaba como un barco a punto de zozobrar, aunque no era ni
parecido a la nave de cristal del hotel Radisson en que me sacaron a pasear las
dos moscovitas que me fueron a esperar al aeropuerto, un barco con aspecto de
discoteque flotante sobre el río Moscú, en cuyo comedor cenamos en compañía de un carísimo vino chileno que yo pedí,
porque entonces no me dio pena,
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Bar del barco sobre el r'io Mosc'u |
no como cuando el tren avanzaba peligrosamente
inclinado; entre tanto, yo me aferraba con fuerza a una cadena que sostenía el
camarote superior donde estaba acostado encima de una señora que iba debajo, pensando que si el
carro se volcaba quizás me podría ocurrir lo mismo que a Harry. Pero el tren
sacaba fuerzas de flaqueza como un viejo y noble caballo, parecido al de la
canción venezolana
Caballo viejo y cansado
Caballo de la sabana
esa que me animé a cantar en karaoke, tras
consumir media botella de vodka, ante las blancas palomas en ropa interior
recostadas sobre los sillones de cuero que seguían con aplausos desabridos mi
traposa voz desafinada, allá en el Golden Girls, allá donde eso es lo que menos
importa y adonde había ido con dos amigos a palpar “nalgas de seda” como dijo
uno de ellos en un inglés más traposo aún, ese que hablé durante casi tres
semanas en Rusia.
Y luego pasó lo de la gorda. Pobre, le
faltaba el aire. Acezaba con sólo estar de pie. Le habían asignado el segundo
camarote superior, paralelo al mío. En el de abajo viajaba una muchacha que
estaba cubierta de cables que la conectaban a un aparato electrónico, de modo
que no pensaba cederle su puesto. Era evidente que la gorda no se podía trepar.
Creí que la iban a empujar entre varios o que iban a traer una escalerilla para
que se montara en la cama. Hasta pensé en el uso de una grúa manual. Pero no,
la señora optó por quejarse ante el encargado del vagón, pero luego las aguas
se calmaron provocando un paréntesis a la espera de una solución que me dejó en
suspenso. El tren siguió avanzando con su crujidera de fuelles que se comprimían, chirridos de ruedas
que sacaban chispas y gases expulsados con esfuerzo. Pero yo seguía aferrado a
la cadena.
Más tarde apareció la policía rusa con sus
linternas, comunicadores fastidiosos y voces autoritarias. Mi pasaporte les
llamó tan profundamente la atención que lo tomaron con la punta de los dedos
como quien examina un insecto extraño. La sargento llamó a un superior y este a
otro más superior, mientras daba vueltas y vueltas las páginas del documento.
Lo husmeaba rebuscando aquello que no calzaba con sus expectativas, incluso se
dio maña para buscar mi nombre en un pequeño librito que seguramente contenía
los apellidos de los más buscados. Como no aparecí en su lista negra, su rostro
de decepción fue elocuente. Sin conformarse del todo, se comunicó por celular
inquiriendo más datos, y luego activó un dispositivo electrónico y con un
lapicito de punta metálica fue digitando mis datos, miró mi foto y en ese
preciso instante dejé de ser un montón de hojas cubiertas por unas tapas azules
que decían República de Chile, porque por primera vez, me miró a los ojos,
entonces le sonreí de manera fingida, pero luego pensé que estaba despeinado y
que quizás mi rostro no coincidía por completo con la fotografía del pasaporte,
en donde, además, no sonreía. Se me ocurrió que necesitaba un cepillo de pelo
más a la mano porque el que había comprado en Barcelona lo tenía en la maleta
que estaba debajo de la cama donde yacía la señora, además el pelo me había
crecido y tenía que cortármelo, pero no sabía en qué estilo, porque el corte que
usan los rusos y ucranianos me parece de campo de concentración y eso me asusta
al igual que cuando la sargento miraba mi foto y luego me miraba a mí que le ponía
una exagerada sonrisa de payaso, ¿lo
pueden tomar preso a uno por sonreír de manera burlesca? Afortunadamente no
tenía sueño, de modo que la sargento podía seguir revisando cuantas veces
quisiera mi pasaporte, hasta pensé en regalárselo con una bella dedicatoria. Luego
se afanó por entrar y salir del compartimento y cada tanto me preguntaba
“¿Chile?”, aunque yo no sabía si ella quería que yo le describiera mi país, le
hablara de la cordillera y de las ricas machas a la parmesana o que le
confirmara que soy un ciudadano chileno, a pesar de que siempre me pone
incómodo cuando lleno unos papelitos de inmigración y debo escribir “chilena” allí
donde dice nacionalidad. Creo que finalmente se aburrió, además que le quedaba
todo el tren por revisar, ese tren que descansaba en medio de la nada, detenido
sobre esa línea invisible llamada frontera, donde sólo hay tierra, piedras, pasto,
árboles, pájaros y seres humanos. Lo demás son rayitas inútiles sobre un papel.
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R'io Volga |
Entonces me dieron ganas de fumar. Me tiré
cama abajo tratando de no pegarle un talonazo en la cara a la señora y salí al
pasillo. Ante la puerta del camarote contiguo estaba la sargento, se dio vuelta
y yo le sonreí con mi boca de sandía burlona. Su mirada fue de hielo. Llamé al calvo
que estaba a cargo del vagón y le mostré la cajetilla dándole a entender que
quería ir a fumar. Su “niet” fue categórico, indicándome por señas que el
proceso aún no concluía. Me dieron más ganas de fumar. Quise hacerlo a
escondidas en el baño, pero la sargento se interponía en mi camino y preferí
aguantarme. Se imponía la prudencia. Me quedé mirando un andén de concreto y
unos rieles que se cruzaban como largos tallarines. Daban pena, se veían tan abandonados.
Luego apareció la policía ucraniana,
revisando los bolsos. Yo había querido traerme de recuerdo un kalashnikov con mira
telescópica y cargador incluido, pero no me cabía en la maleta. Sin embargo el
tipo que entró era buena gente, venía sin gorra y riéndose con sus compañeros;
me preguntó qué tenía en la mochila y luego se marchó sin revisar nada. Tras un
rato apareció el encargado quien me llevó al salón de fumadores con actitud de
acomodador de cine. Me dejó en la unión entre dos carros y se fue cerrando la
puerta tras de sí. Era un sitio triste. Las gruesas planchas de metal habían
sido pintadas y repintadas de mala manera, de modo que la pintura chorreada
anterior había quedado cubierta por una nueva capa lo que le daba más volumen
al escurrimiento. La raya de los tornillos había quedado cubierta por el óleo,
el piso estaba cubierto de colillas y por entre las placas de metal volví a ver
los rieles oxidados. Entonces se me
quitaron las ganas de fumar. Regresé al compartimento y tras mucho esfuerzo
trepé a mi litera, apagué la luz, cerré la puerta y permití que los
pensamientos positivos vinieran a acompañarme.
Moscú, San Petersburgo y Yuroslavl ya
pertenecían a ese pasado que se había quedado dentro de mí. Son tantos nombres,
rostros y voces…Serguei, Mijail, Valentina, las Natashas, Ivan, Nadieshda, Vladimir,
los padres de Serguei, ese magnífico par de viejos que dieron su vida por la
construcción del socialismo; su
madre que me dio a probar las deliciosas mermeladas que
prepara, y su padre que me hizo degustar el vodka que elbora y que tiene los 40 grados
exactos que debe medir, lo cual comprobamos con un alcoholímetro tras cenar. Atrás
quedaron los jóvenes con que hablé en la calle, en la Universidad de Moscú (que
educa gratuitamente a más de 30.000 profesionales en su aulas gigantescas), Alexei,
las encantadoras funcionarias y guardias de la Biblioteca Nacional
Lenin que hicieron todo lo posible para que yo tuviera acceso en el cuarto piso
a una edición en español de Crimen y
Castigo y que releí emocionado luego de medio siglo, cerrando así un
círculo literario de mi vida.
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Biblioteca Nacional Lenin |
Cuando tenía 14 años cayó en mis manos el
texto de Dostoiewki y fue fatal, no pude dormir en varios días, no podía cerrar
el libro, no podía dejar abandonado a Rodión
Románovich Raskólnikov ni a Alióna Ivánovna, la vieja prestamista
asesinada por el joven estudiante Raskólnikov. Releí, durante un par de horas,
páginas y páginas al azar del más grande
escritor ruso, aunque también me acompañaron esa tarde de vientos helados que
provenían de Fnlandia, cuyos habitantes tienen el mal hábito de no cerrar la
puerta al viento polar, estuvieron conmigo, decía, Pushkin, Chéjov, Gogol,
Tolstoi, Nadieshda Krupskaia, la compañera de Lenin, Esenin, Gorki y cómo no,
Maiakovski, el gran poeta suicida, Turgeniev y, desde luego Lenin, y mientras
estaba sentado viendo el Kremlin a través de los grandes ventanales sucios
también estuvieron conmigo los cosacos, los hermanos Karamasov, la perspectiva
Nevski de San Petersburgo, el hambre de los campesinos rusos redimidos en 1917
gracias al pragmatismo político de Lenin que dio el golpe de estado en el
momento preciso, a Troski que organizó el Ejército Rojo y a Stalin que cuando
los soldados de Hitler estaban a media cuadra de Moscú tuvo la osadía de
organizar un desfile militar que fue decisivo para levantar el ánimo y derrotar
a un ejército de más de 5 millones de soldados alemanes. Sí, es un pueblo
magnífico, sufrido, sensible a más no poder, solidario como el que más,
generoso a manos llenas y con quien tuve el honor y el placer de conocer aunque
por pocos días. Cómo olvidar la enorme generosidad de Serguei que me invitó a
los mejores restaurantes para degustar la comida siberiana, georgiana,
moscovita, ucraniana e incluso turca. Conversamos largas horas, entre trago y
trago de vodka,
¡Nasdarobia!...
¡salucita!..
que aquí es como tomar té, discutiendo acerca
del papel de Iván el Terrible en la configuración del estado ruso, el rol de
los Romanov y de Nicolás II, ese pobre imbécil que nunca supo conducir
políticamente el imperio y que abandonó, finalmente, en manos de su mujer
Alejandra, idiotizada por un monje loco llamado Rasputín que fue asesinado en
el palacio de Catalina la
Grande. Y sobre todo, compartimos nuestro asombro acerca de
cómo pudo desplomarse la sociedad soviética de la noche a la mañana. Mientras
fumábamos en su balcón, descuartizamos a los traidores, a los que cambiaron un
modo de vida más justo, más humano por un par de jeans a la moda.
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Estatua de Dostoiewki |
Cómo sacar de
mi corazón a este pueblo culto (en todas las estaciones de metro hay librerías
y en los vagones la mitad de los pasajeros lee), valeroso, que saltó de una
sociedad de servidumbre casi esclavista, durante el zarismo, a ser dueña de sí,
que aprendió a leer cuando el 80% de sus habitantes eran analfabetos, a
explorar el cosmos, que fue capaz de enviar el primer hombre al espacio, que
construyó la primera estación espacial. Cómo arrancar de mi memoria a las
viejecitas de pañuelo en la cabeza que hoy, para poder subsistir, venden
montoncitos de fruta a la salida del metro. Y mientras releía al maestro, cuya
estatua no por nada está a la entrada de la gigantesca biblioteca, también
rememoraba la música de Shostakovich, de Borodin, de Tchaikovski, volvía a oír el
poema sinfónico Pedrito y el lobo de
Prokofiev e imaginaba a las esforzadas bailarinas del Bolshoi haciendo sus
cabriolas sobre el escenario. Pero no todo fue miel sobre hojuelas. Es preciso
decirlo. También ocurrió Goulag, denunciado por un mal escritor como
Solyenitzen. También se conservó la vieja manía zarista de enviar a los
pensadores e intelectuales disidentes a los campos de concentración en Siberia.
También existieron las purgas, los crímenes masivos, el asesinato de Troski en
México, las luchas intestinas por el poder, lo peor de la condición humana, esa
que todos llevamos dentro: la ambición por el poder, la crueldad, el rencor, el
egoísmo, la vanidad. Esas mismas que se dan a cada rato en la mafia del
Vaticano con sus escándalos sexuales y económicos; las mismas que ocurren con
el asesinato gangsteril de los líderes en Norteamérica o con las torturas
cometidas a vista y paciencia de todo el mundo en Guantánamo, pero que aparecen
morigeradas por el escandaloso control de los medios de comunicación asociados
con el poder. ¡Cuánto hemos perdido al desconocer la cultura rusa! El manto de
silencio que se tendió desde los países capitalistas durante el socialismo
soviético, nos ha transformado en ignorantes de primera línea. ¿Cuántos saben,
por ejemplo, qué significa soviet?
Creo que pocos, muy pocos.
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Estaci'on del Metro en Mosc'u |
Mis ideas fueron circulando por mi cabeza
con la misma rapidez con que entraban y salían del compartimento las luces de
las estaciones desoladas. Y entonces recordé las casas que había en las dashas,
al costado del camino hacia Yuroslavl. Todas de madera, mirando hacia la
carretera por entre los árboles y los macizos de flores. Todas con tres
ventanas alargadas al frente. Todas decoradas con volutas, zarcillos y
morisquetas de colores. Parecían de juguete o de cuento infantil
Talán talán tocan los bomberos
en casa del gato hay fuego
decía un cuento infantil ruso que le leía a
mi hija. Todas las casas estaban adornadas con ese afán decorativo propio de
los rusos que se manifiesta en los bordados de sus blusas, en las matrioskas, en
las cucharas pintadas a mano y luego lacadas, en las largas trenzas rubias que
las mujeres ordenan en torno a su cabeza como una corona, en sus largas
calcetas de lana donde tejen dibujito tras dibujito, en sus iglesias ortodoxas,
en los íconos sagrados. Es el estilo ruso: aferrado a sus raíces folklóricas,
detallista y, sobre todo, elegante.
Pero mis pensamientos fueron interrumpidos
por la brusca aparición de la policía ucraniana de inmigración. Al igual que la
rusa, sus hermanos mayores, llegaron con sus linternas, sus estridentes equipos
de radio y sus voces de mando. Me imaginé de inmediato lo que venía. El
formulario con sus cuadraditos y su letra pequeñísima lo había llenado a medias,
casi dormido, tratando de leer sólo la parte que estaba en inglés y no la que
estaba en ruso y en ucraniano en medio del zangoloteo del tren que parecía
feliz de correr cuesta abajo en esa parte del camino. Me imaginé lo peor. Y lo
peor era completar los datos que faltaban, para lo cual debía bajarme de la
litera y conseguirme un lápiz, porque los datos que había escrito los hice con
uno que me prestó la muchacha del equipo electrónico que se había bajado en una
estación anterior despidiéndose de mí con una sonrisa fresca y un dosvidania inolvidable.
Por supuesto apareció la nueva sargento, tan
meticulosa como la anterior. ¿Se tratará
de un rasgo obsesivo femenino? Porque cuando indagan, indagan a fondo. Al
igual que su colega, tomó mi pasaporte con delicadeza y lo puso bajo el
microscopio de su mirada. Le hizo el escáner visual respectivo. Pero un molesto
engranaje no calzaba. Hizo, pues, lo mismo que la anterior. Consultó por su
equipo de radio a la central para que le dijeran qué diablos era Chile; luego llamó a un superior y, no contenta con eso,
llamó a un comando rigurosamente vestido de camuflaje, boina negra inclinada y
una Makarenko calibre 45 en la cartuchera. Afortunadamente el enorme soldado no
cabía por la puerta de modo que no pudo ingresar, pero sacó una máquina
fotográfica digital y tomó un par de imágenes de mi pasaporte, que dicho sea de
paso es para eso, para pasar puertas.
A diferencia de la anterior esta funcionaria ni me miró, le pegó un timbrazo
rojo a la visa que casi la destroza y se marchó. Debo agregar que ambas
sargentos eran bellísimas y que no tenían lunares con pelos en la punta de la
nariz. Tal vez por eso no me ofusqué con ellas.
Me tiré cama abajo porque ahora sí quería
fumar. Tenía la cabeza atontada, no sabía en qué lugar se había detenido el
tren y, para colmo, el huso horario de Ucrania cambiaba en una hora de menos.
Tras fumar un cigarrillo amargo, llamé al calvo y le pregunté si podía tenderme
en la litera inferior que había dejado la muchacha. Fue otro “niet” categórico.
Dio media vuelta y se alejó por el pasillo. Cerré la puerta y, desde luego, me
tendí en el camarote de la muchacha, oliendo el delicado perfume que había
dejado impregnado en la almohada. Desperté cuando amanecía y cruzábamos sobre
el ancho río Dniéper. Como un caballero, salí del cuarto para que la señora se
vistiera y vi cómo los pasajeros tomaban las sábanas, el forro de la almohada y
una toallita que nos habían pasado y se dirigían adonde el calvo para
entregárselas. Me hice el que no sabía y
no llevé nada. Además estaba casi durmiendo de pie en el pasillo.
El tren no ingresó a la estación sino que se
detuvo en un andén lateral. Bajé y decidí caminar hacia donde iban todos.
Necesitaba dinero, un café y un mapa de la ciudad. En ese orden. Los rublos que
llevaba en el bolsillo no me servían de nada. Acarreé la maleta con ruedas
hacia la boca de un túnel, descendí por la escalera pensando en encontrar
pronto un cajero automático o bien una casa de cambio para comprar con mis
euros el dinero local, pero cuando terminé de descender, me encontré frente a frente
con una carnicería. Vi unas longanizas, chorizos y prietas que colgaban de un
fierro y que en el mostrador había embutidos, jamón, queso, encurtidos
variados. En rigor no era una carnicería, sino una fiambrería. Sin embargo,
bastó ese pequeño detalle para que me cayeran súper bien los ucranianos.
El punto es que yo necesitaba una casa de
cambio con urgencia. A la salida del recinto todo empeoró porque no había una
oficina de información turística, no tenía un mapa de la ciudad, mi tarjeta
estaba bloqueada, era sábado por la mañana, estaba todo cerrado y no tenía
dinero para comprar un café. Pero como he seguido y aprobado todos los cursos
de supervivencia desde que nací, pronto, muy pronto pude arreglármelas para
llegar al hotel Slavutych donde tenía mis reservaciones.
¿Y qué pasó, finalmente, con la gorda? No
tengo idea aunque creo que la arrojaron fuera del tren en una curva de la línea
férrea.
Muy entretenido y chistoso tu relato, que bueno que sigas con la mirada avida y aventurera, lo que me
ResponderEliminarextragna es que viajes sin lâpiz, con que te harâs
la raya?
besos
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