La
Gata mordía la nuca del Guarén con sus dientecillos ensalivados mientras los
comensales mirábamos de reojo la lucha. Parecía un juego, pero la imagen
resultaba embarazosa. Cada tanto, el almuerzo se interrumpía cuando la Culebra
se deslizaba entre nuestros tobillos y, obligadamente, levantábamos el mantel
para mirarla en un gesto de urbanidad. Nadie lo decía, pero no podíamos
saborear en paz la cabeza de chancho a que nos habían invitado. Sólo el Mono, el anfitrión, disfrutaba de la
comida y se reía de los sobrenombres que les había puesto a sus hijos.
Carlos F. Reyes
Carlos F. Reyes
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