Cuando
ella salía a comprar, quedábamos hipnotizados y regábamos diez veces el jardín,
esperando su regreso. La seda se amoldaba a sus pechos duros, deslizándose con
impudicia sobre sus glúteos firmes. Nuestras esposas comprendieron que no
podrían rivalizar con esa caída de tela que insinuaba las formas más abyectas
de la lujuria. Cierta tarde, cuando fuimos a jugar fútbol, cumplieron su venganza.
A la hora prescrita, salieron como bandada de cuervos, la rodearon y comenzaron
a darle duros picotazos con sus tijeras, hasta que sólo quedó un charco de
telas recortadas. Ahora se pasea desnuda pero nadie la ve.
Carlos F. Reyes
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