domingo, 21 de octubre de 2012

El tren sin ruedas (Tres meses de viaje)

El tren sin ruedas (Tres meses de viaje)
Mi recorrido por Kiev se vio entorpecido pues llovía intensamente día por medio. Además aún no me había curado por completo de un resfrío que había atrapado en Moscú y, sobre todo, por la pésima costumbre de los finlandeses de dejar la puerta abierta permitiendo que se cuele un viento polar que recorre todo el norte de Europa. Es un viento como de sal congelada, que golpea la piel con millones de partículas veloces como cuchillitos de hielo.
Me alojé en un hotel de 800 habitaciones, el cual estaba ocupado en no más de 30. De modo que por la noche el silencio era absoluto. Entonces yo salía a pasear por los corredores alfombrados sin que existiese la posibilidad de encontrarme con otro pasajero. Y como creo que me quedaba un poco de fiebre residual, recordé la película El Resplandor y reproduje algunas actitudes dementes del protagonista. Subía y bajaba por cada uno de los cuatro ascensores; usaba las escaleras de servicio para descender y reaparecía en cualquier piso, deseando que una ola de sangre avanzara de improviso por un pasillo; revisaba puertas de cuartos pequeños en donde guardaban los útiles de aseo; incluso instalé mi netbook en un living vacío y comencé a teclear letras sin destino.
Pero, finalmente la ciudad me conquistó. Y vi casi todo, (no fui a Chernobyl, que estaba como a media cuadra, para no arriesgarme a regresar a Santiago con las orejas verdes) aunque me quedé con las ganas de conocer el Museo de las Microminiaturas, en donde se pueden apreciar, por ejemplo, las pirámides de Egipto y una caravana de camellos talladas en madera, las que hay que observar con un microscopio. Tampoco fui a probar un masaje corporal con chocolate que hacían unas chicas orientales. En fin, no se puede tener todo.



Recorrí el Museo de la Segunda Guerra mundial instalado en una de las tantas colinas de la ciudad. En el sitio hay una gigantesca esfinge de acero que representa a una mujer con una espada en alto y un escudo con la hoz y el martillo en la otra mano. Antes de ingresar al museo se puede conocer todos los tipos de armamento que se emplearon en dicha guerra: ametralladoras, camiones, fusiles de asalto, obuses, el famoso tanque T´34, aviones de hélice, un par de MIG´s, misiles intercontinentales, baterías antiaéreas, etc.

Lo novedoso es que los niños juegan felices con estas armas. Y es que hay que entender que, a diferencia de lo que ocurre en Chile, en estos países que vivieron la guerra y sus mortíferos efectos, no hay olvido posible. Ellos no pueden olvidar a sus casi 7.000.000 de muertos a causa de la invasión nazi. Por eso erigieron, además de la tumba al soldado desconocido, un monumento en homenaje y recordatorio de todas las mujeres injuriadas durante los distintos episodios bélicos ocurridos en el país.

Ucrania fue hasta hace poco el segundo país socialista con un mayor y más potente ejército. Cuando se produjo la unificación del país y su independencia de la URSS, esta nación contaba con armas nucleares, que devolvió a Rusia para su destrucción. Su ejército está actualmente formado por unos 300.000 hombres y mujeres. Sigue, eso sí, produciendo misiles e incluso dispone de un programa espacial propio. No es de extrañar entonces que a la salida de la estación del Metro Arsenalna haya una ametralladora instalada sobre una roca enorme.

Así pues, este pueblo no puede olvidar a sus muertos. Por eso vi viejecitas que iban con ramos de flores para depositarlas ante el mausoleo donde están inscritos los nombres de los millones de caídos. Conviene tener presente que el brutal conflicto, desde una perspectiva histórica, no ocurrió hace mucho tiempo. En Alemania aún siguen traumatizados con el tema y prefieren eludirlo en las conversaciones. En Francia abundan las placas recordatorias de quienes cayeron bajo las balas nazis. Y en Rusia, donde hay un canal de TV del Ministerio de Defensa, todos los días se exhiben documentales con fotos y películas de la Guerra Patria. Hasta en los pueblos más pequeños vi monumentos a los caídos acompañados de un ramo de flores frescas.

Y Ucrania, al igual que Rusia, es un pueblo profundamente religioso. Prueba de ello son las innumerables iglesias cristianas ortodoxas que hay en todas esas regiones. Una de ellas es la catedral de Santa Sofía, en donde no se podían tomar fotografías para no dañar sus frescos intactos desde el siglo XI. Desde luego es evidente la poderosa influencia que ejerció Bizancio sobre estos pueblos nórdicos. De hecho, la construcción de esta catedral fue a imitación de la que actualmente existe en Estambul.

Llama la atención el uso reiterado del nombre “Sofía”, para referirse a una santa, a unas catedrales monumentales y a la capital de Bulgaria que es la puerta de entrada a Estambul y Atenas. En griego “sophos” es “sabiduría”, por eso “philosopho” es aquel que ama la sabiduría. Incluso en “Crimen y castigo”, cuya traducción es errónea pues el título original en ruso es algo así como “Pecado y expiación”, aparece Sofía, quien no sólo le entrega amor a Raskolnikov, sino que es la prudencia en persona y quien se encarga de ayudar a otros prisioneros en Siberia. Es decir, es una santa Sofía.

Pues bien, en esta iglesia -donde por cierto no hay bancas, porque en ninguna iglesia ortodoxa la gente va a sentarse como ocurre en las católicas- es posible ver el sarcófago de mármol blanco con el cuerpo del Príncipe Yaroslavl El Sabio, uno de los fundadores del estado ruso, aunque en rigor fue Iván El Terrible quien dio inicio a la conquista de tierras hacia el este y “armó” por así decir, la patria rusa. De hecho fue él quien quiso coronarse zar, para así imitar al césar romano; y lo hizo en 1547. Y fue Iván, también, quien por unas disputas con la Iglesia, permitió que el vodka importado invadiera Rusia, fomentando desde entonces el alcoholismo que aún subsiste.

También recorrí Kyievo-Pechers´ka Lavra, un monasterio Ortodoxo que es considerado el Vaticano de dicha religión. Allí visité las catacumbas, vela en mano eso sí, para ver los cuerpos embalsamados de numerosos monjes que decidieron pasar sus vidas en oración en esos estrechos y oscuros pasadizos. Los ataúdes tienen una cubierta de cristal y dentro están los cuerpos de esos santos varones. La gente que acude lo hace con una fe impresionante, sin embargo en las afueras se desarrolla un comercio que echa por tierra tanta devoción. Lo curioso de Lavra (quiere decir monasterio, así como kremlin significa fortificación) es que está situado a un par de cuadras solamente del Rodina Monument (la imagen de la mujer con la espada) que está junto al museo de la Gran Guerra Patriótica.

También recorrí la X Feria Internacional del Libro. Ese día cerraba sus puertas, por cierto no había que pagar la entrada como en Chile, y en las estanterías de más de 100 empresas editoriales casi no quedaban libros. La gente se los llevó casi todos, especialmente las ediciones para niños que ocupaban un tercio de la muestra. También había música, escultura, danza, teatro y encuentro con escritores, entre otros, con Alessandro Baricco.

En fin, el último día tomé mis pilchas y tras regalarle una rosa a Daría, una de las recepcionistas del Hotel Slavutovich, en agradecimiento por su bella sonrisa y la amabilidad con que me atendió, partí rumbo a la estación de ferrocarriles.

Como estaba en plan de ahorro, eludí a los taxistas del hotel y fui hasta la esquina. Me subí con mochila y maleta a una liebre que venía llena. Me bajé en la Estación del Metro Liviberechna y tras recorrer las estaciones Dnipro, Khreschaltyk y otras, llegué a Vokzal´na.

Tenía pasaje para las 20:12 en el vagón 13. Era un tren que procedía de Moscú, hacía un alto en Kiev y luego proseguía hacia Sofia. Y mientras me comía una barra de chocolate, se me ocurrió revisar el pasaje. Entonces descubrí que el tren no llegaba al día siguiente a Bulgaria, sino al subsiguiente. Es decir, yo partía un miércoles y llegaba un viernes. Eran, ni más ni menos, que 36 horas en tren.

Rápidamente ubiqué un sitio con Internet y le envié un recado urgente a Julia para que no me fuese a esperar a la estación al día siguiente como habíamos acordado. En fin, quedé un poco más tranquilo. Fui a ver las paletas informativas para saber en qué andén debía esperar el tren que debía ingresar a las 19:10. Por supuesto todo estaba escrito en cirílico y de los andenes, sepa Moya.

Sin embargo el tren ruso ingresó puntualmente a la estación. La locomotora rusa era gigantesca, parecía un edificio con ruedas. Entonces empecé a buscar el vagón trece…10…11…12…y el tren se acabó. No había vagón 13. Pero como ya tenía una larga larga experiencia en trenes en India, no me compliqué mayormente.

En India hay que comprar el pasaje de manera anticipada, nunca el mismo día. El pasaje incluye datos sabrosos como, por ejemplo, la cantidad de kilómetros que recorrerá, el número de la máquina, el nombre del tren (porque allá los bautizan, como ocurría en Chile cuando la gente hablaba de El Valdiviano) y otros datos, pero no el andén en el cual hay que esperar. De manera que minutos antes de su arribo hay que estar atento a los parlantes cacharrientos que anuncian el track respectivo. Eso implica, muchas veces, agarrar las pertenencias, partir corriendo hasta el final de la estación, subir unas escaleras metálicas tipo mecano que se zangolotean peligrosamente, cruzar por encima de la estación, bajar otra escalera y llegar al andén respectivo. Pero eso no es todo. De improviso aparecen unos funcionarios con unos grandes tarros con engrudo y unas hojas impresas en esas máquinas planilleras de multipunto, en donde están escritos los nombres de los pasajeros y sus respectivos asientos. El funcionario extiende una capa de engrudo en un costado del tren y pega el papel respectivo. Luego hay que abrirse paso a empujones para confirmar que allí está impreso (y si se puede leer, porque la tinta a veces escasea) el nombre de uno. Si no está, hay que correr al próximo vagón y así sucesivamente hasta dar con el indicado. Para toda esta operación uno cuenta con apenas unos cinco minutos.

Y bueno. Instalaron el vagón que faltaba. Subí, acomodé mis bártulos y bajé a fumar un pucho pensando que me haría bien para los bronquios porque la tos me estaba matando. Las encargadas del vagón eran dos brujas. Una de ellas con el pelo de escoba. Sin embargo, se portaron rebien durante el viaje. Corrían a llevarme un tecito (“chai”, decían ellas) que extraían de una especie de zamovar adherido a un recodo del pasillo. Eso sí, no se perdieron jamás la oportunidad de despertarme cada dos horas porque la policía ucaniana, la moldava, la rumana, la búlgara, etc. venían a revisar pasaportes.

El primero en aparecer en el cuarto fue Dima, un italo- ucraniano, experto en conducir grandes maquinarias. Después llegó Larissa, una vieja actriz de teatro y su nuera, Svetlana, una mujer joven y atractiva. Arriba dormirían el bachicha y la rubia, mientras que abajo estaría Larissa y el autor de estos entretenidos reportajes.

Pues bien, en cuanto comenzó a moverse el tren, juntamos la puerta que daba al pasillo, yo saqué mi botellita de vodka (que está prohibida en los trenes), para que fuéramos aflojando, y empezaron los “nasdarobia”. Al poco rato, Svetlana hablaba conmigo en francés porque había vivido un año en Orly, Larissa conversaba con Dima en Ucraniano, Svetlana le respondía algo en ruso a Dima y, cada tanto, yo hablaba con Dima en mi precario italiano. Como a la una de la mañana, daba lo mismo cuál era la lengua de cada cual, aunque, pese a mis esfuerzos, no logré entender el manejo de una retroexcavadora que Dima insistía en enseñarme, moviendo hacia delante y hacia atrás numerosas palancas. Él me retaba cuando cometía errores, sobre todo cuando derribé un muro a causa de mi torpeza. Entonces me bajé de la máquina y le dije “¿Sabís qué más?, métete la retroexcavadora por el……………………lo”. Y Dima se fue con su máquina no sé para dónde.

El sueño nos venció y al compás de un teatral “bye bye” que emitió Larissa, apagamos la luz y ellos se quedaron dormidos como niños buenos.

Entonces me empezó la fiebre. Quise seguir leyendo el Journal (1931-1934) de Anaïs Nin que me regaló Françoise en L´Oise, porque iba en una parte re buena, aquella cuando Anaïs le confiesa a June, la mujer de Henry Millar, que la ama:



“Nous nous sommes perdues toutes les deux, mais cést lorsque l´on révélé le plus son moi véritable. Vous avez révélé votre sensibilité inouïe. Je suis si touchée. Vous êtes comme moi, vous souhaitez des moments aussi parfaits et vous avez peur de les gâcher. Nous n´étions prepares a cela ni l´une ni láutree, et nous l´avions imaginé trop longtemps. Soyons comblées, c´est si bon. Je vous aime, June”.



En la película Henry y June, quien interpreta a June es la feúcha Uma Thurman mientras que Anaïs es encarnada por Maria de Medeiros. El libro se pone más entretenido todavía. Recomiendo, en particular, las páginas 65 a 77 por su poesía y franco realismo. (Editorial Le livre de poche, Paris, 1966).

Pero no quise incomodar a los otros pasajeros con la luz encendida, de modo que me dediqué a pensar en que el tren se iba a descarrilar, al tiempo que me preguntaba si los pensamientos tienen tanta fuerza como para que se cumplan en la realidad, y como la respuesta fue positiva, cambié de idea. Entonces me puse a pensar en cómo iba a ser la destrucción de la Tierra en 5.000 millones de años más. Tal vez aún tenía presente la última película de Lars von Thiers, Melancholía, en donde, además de tratar este tema logra una excelente descripción de una mujer depresiva.

La fiebre me hacía “pelar el cable”, como dicen los jóvenes. Mis ideas brotaban, cobraban cuerpo y se extinguían mucho más rápido que la velocidad del tren. Pasaba de un tema a otro sin poder detener mis neuronas. Se me aparecía el Castillo de Elsinor donde deambula el fantasma de Hamlet, luego recordaba pasajes de la novela que estoy escribiendo durante el viaje, en seguida revivía parte de la conversación sostenida con Soledad cuando nos invitó a cenar en Kreuzberg, barrio de Berlín en donde levantaron un cerro con los escombros de la ciudad, veía nuevamente el Castillo de Chantilly como una noble dama blanca instalada con su vestido de mármol blanco en un valle verde, más tarde me parecía estar viendo la película Camille Claudel, cuando Isabelle Adjani, interpretando a Camilla, es sacada con una camisa de fuerza desde su taller, mientras Gerard Depardieu, en realidad Rodin, observa la escena desde detrás de unos árboles.

En fin, en algún momento me dormí, me despertaron, me preguntaron pelotudeces que no respondí, me dormí nuevamente y me volvieron a despertar, me dormí y así.

Decidí terminar de fumarme la cajetilla de cigarrillos a ver si dejaba de toser. Por otra parte, cada vez que regresaba del salón de fumadores, tenía que armar la cama de nuevo porque el colchón, las sábanas y las frazadas se resbalaban, se caían y yo despertaba tiritando y tosiendo.

Hasta que llegó el nuevo día.

Y fue de película, porque como los rumanos y búlgaros decidieron que la trocha tuviese otras dimensiones a las empleadas en Rusia y en Ucrania, hubo que cambiar el tamaño de los boogies, esos armatostes que tienen cuatro ruedas y que van debajo del tren. Algo similar ocurre con el Transiberiano cuando tiene que cruzar territorio chino para llegar al puerto ruso de Vladivostok, punto final de dicha travesía. Así es que de pronto una grúa gigantesca levantó el tren y le arrancaron todas las ruedas. Me imaginé el esqueleto de un dinosaurio con la cabeza colgando. Fue como si de pronto le hubiesen sacado todos los dientes a alguien. No quise bajar a mirar, me dio pena. Afortunadamente dicho cambio lo hicieron los ucranianos y no los rumanos quienes seguramente habrían convertido las ruedas en pailas para cocinar mermelada.

Durante todo el día cruzamos territorio rumano, incluso pasamos por un país que yo desconocía: Moldavia. Ver dicho paisaje era ver un filme de Kousturika: parajes pobres, campos secos, niños con los mocos colgando, la carreta con forma de artesa tirada por un caballo al que se le ven las costillas, letrinas descalabradas, unas casas miserables y unos gitanos con sombrerito de ala corta, chaleco de terno, camisa blanca y bigotito delgado para completar la imagen.

Y mientras cruzábamos y, a veces nos deteníamos, por Vinnica, Lvov, Chernovcy (donde una vaca levantó la cabeza y me miró pero yo no le hice caso), Ploiesti, reanudamos la conversación en el compartimento plurilingüe.

Larissa, que andaba vestida de negro abrió un paraguas con un gesto teatral notable y se puso a elogiar a García Márquez. Parecía una geisha empolvada. Entonces yo, como un caballero, le recité el primer párrafo de Cien años de soledad en español. Y mientras Svetlana se resistía a que el bachicha le enseñara a manejar una aplanadora, sacó un bolsito con remedios y me los fue pasando con gestos que indicaban para qué servía cada uno de ellos. “Señor Carlos”, me decía, y se tocaba la garganta y con una tijerita contaba tres pastillas del envase. “Señor Carlos”, me decía, se tocaba la cabeza, ponía expresión de dolor y me pasaba cuatro pastillas más. “Señor Carlos”, me decía, abría la boca e indicaba con un dedo hacia adentro y me pasaba tres grageas más. Su generosidad era enorme. Fueron como 50 kms. de pasarme remedios que yo iba metiendo en los bolsillos y como todos están escritos en cirílico, nunca supe para qué eran cada uno de ellos.

A mediodía ocurrió lo más surrealista. Como Svetlana se enteró de que soy profesor de lengua y literatura, le tradujo dicha información a Larissa, quien de inmediato sacó un catálogo, con su fotografía incluida, que mostraba una serie de conferencias que se iban a dictar en Kiev acerca del tema. Hablaron entre ellas y acto seguido Svetlana sacó su celular, llamó a alguien y me pasó el teléfono. Era una mujer que, en perfecto inglés, me invitaba a participar de dichas conferencias, señalándome que estaría muy halagada de recibirme en la capital de Ucrania. Le manifesté que lamentablemente mi destino era Sofia y que por tanto no estaba en condiciones de aceptar su generosa invitación. “Igual que en Chile…”, pensé de modo irónico, “…en donde tengo que andar pidiendo la limosna para que me asignen un curso por semestre”. Quedé halagadísimo, sorprendido y fascinado con el episodio surrealista que había vivido. Larissa completaba el cuadro riéndose debajo de su paraguas negro.

Lamentablemente los tres se bajaron en Suceava Bacau (¿o fue en Bucaresti?) y me quedé solo en el compartimento. Hice la cama de nuevo, cerré las cortinas, tranqué la puerta y me acosté a dormir. Pero mi tos iba en aumentó, de modo que decidí salir a fumar tabaco negro.

Durante la noche se repitió el cuento de los pasaportes, hasta que llegamos, por fin, al día siguiente a Sofia. Bajé la maleta y la mochila, recorrí el andén de punta a cabo, pero Julia no estaba. Conseguí un cajero automático para disponer del dinero búlgaro necesario y la llamé por teléfono. Me señaló que ese día no podía ir a buscarme porque lo había hecho el día anterior que había pedido libre en su trabajo. De modo que tenía que esperarla hasta las siete de la tarde. Eran las nueve de la mañana. Bueno, no era tanto, sólo diez horas de espera nada más con fiebre, cansado, hediondo, soñoliento.

Conté todas las baldosas del hall de la estación, incluyendo unas que estaban rotas; medí los pasos que tiene a lo ancho, conversé con todos y cada uno de los vendedores de los kioscos; me hice amigo de todos los perros vagos que deambulaban por el lugar, y cuando me aburrí de contar durmientes de la línea férrea, me instalé en el rincón de una escalera, prendí un puro Cohiba para mis pulmones y me puse a escribir estas notas animado por el trencito que llevo dentro de mí.





martes, 2 de octubre de 2012

De Rusia con amor y no con el amor de la rucia.


De Rusia con amor y no con el amor de la rucia.

El tren estaba vivo. Lo sentí desde que me acosté encima de una mujer sin tocarla. Sorprendente. Era la una de la madrugada. Las luces de las estaciones vacías se metían al cuarto y cruzaban a gran velocidad por las paredes del compartimento a medida que el tren avanzaba. Parecían sombras o luces chinescas que cruzaban como buscando algo. 

Una de las ocho estaciones de ferrocarril de Mosc'u
El tren ondulaba como una cuncuna de metal sacada de un cómic de ciencia ficción en la que Harry, quien había sido enviado para destruir a los enemigos de Xilón, cuando vio que desde la tierra emergía Serpix, la serpiente metálica que lo inspeccionaba con sus ojos de rayos láser, soltó sus esfínteres y se cagó entero, claro que dentro de su traje espacial, y es verdad, al pobre tren le crujían los huesos de su largo esqueleto de fierros oxidados, maderas astilladas y tuberías carcomidas por un aceite negro, aunque es necesario señalar que aún conservaba ese aire de decoro propio de las ancianas  empobrecidas súbitamente, pues la desgatada alfombra oriental del pasillo -tendida como una lengua de trapo por fuera de los compartimentos- le otorgaban un aire de vagón del tren Expreso Oriente, pobre, pero digno.
Yo viajaba desde Moscú a Kiev en un coche dormitorio de segunda con la nostalgia de dejar atrás a un nuevo amigo, muchas iglesias de cúpula de cebolla, la historia dura de un pueblo magnífico y, sobre todo, una ciudad feúcha, aplastante, con edificios pesados, de mármol y roca del color de un paquidermo cubierto de lodo reseco, pero que al despedirme tiñó su cielo nocturno de un rojo intenso, cargado de simbolismo y que luego se puso a llover, dejándome esa sensación de songonana que a veces me invade, cuando la noche, cuando la lluvia, cuando la distancia, cuando los trenes de mi infancia salen a pasear por mi memoria…y el pobre, me daba una pena, se retorcía de dolor en cada peralte, crujía como los submarinos sometidos a grandes presiones bajo el mar y se inclinaba como un barco a punto de zozobrar, aunque no era ni parecido a la nave de cristal del hotel Radisson en que me sacaron a pasear las dos moscovitas que me fueron a esperar al aeropuerto, un barco con aspecto de discoteque flotante sobre el río Moscú, en cuyo comedor cenamos en compañía  de un carísimo vino chileno que yo pedí, porque entonces no me dio pena, 
Bar del barco sobre el r'io Mosc'u
no como cuando el tren avanzaba peligrosamente inclinado; entre tanto, yo me aferraba con fuerza a una cadena que sostenía el camarote superior donde estaba acostado encima de  una señora que iba debajo, pensando que si el carro se volcaba quizás me podría ocurrir lo mismo que a Harry. Pero el tren sacaba fuerzas de flaqueza como un viejo y noble caballo, parecido al de la canción venezolana

                   Caballo viejo y cansado
                   Caballo de la sabana

esa que me animé a cantar en karaoke, tras consumir media botella de vodka, ante las blancas palomas en ropa interior recostadas sobre los sillones de cuero que seguían con aplausos desabridos mi traposa voz desafinada, allá en el Golden Girls, allá donde eso es lo que menos importa y adonde había ido con dos amigos a palpar “nalgas de seda” como dijo uno de ellos en un inglés más traposo aún, ese que hablé durante casi tres semanas  en Rusia.
Y luego pasó lo de la gorda. Pobre, le faltaba el aire. Acezaba con sólo estar de pie. Le habían asignado el segundo camarote superior, paralelo al mío. En el de abajo viajaba una muchacha que estaba cubierta de cables que la conectaban a un aparato electrónico, de modo que no pensaba cederle su puesto. Era evidente que la gorda no se podía trepar. Creí que la iban a empujar entre varios o que iban a traer una escalerilla para que se montara en la cama. Hasta pensé en el uso de una grúa manual. Pero no, la señora optó por quejarse ante el encargado del vagón, pero luego las aguas se calmaron provocando un paréntesis a la espera de una solución que me dejó en suspenso. El tren siguió avanzando con su crujidera de  fuelles que se comprimían, chirridos de ruedas que sacaban chispas y gases expulsados con esfuerzo. Pero yo seguía aferrado a la cadena. 


Más tarde apareció la policía rusa con sus linternas, comunicadores fastidiosos y voces autoritarias. Mi pasaporte les llamó tan profundamente la atención que lo tomaron con la punta de los dedos como quien examina un insecto extraño. La sargento llamó a un superior y este a otro más superior, mientras daba vueltas y vueltas las páginas del documento. Lo husmeaba rebuscando aquello que no calzaba con sus expectativas, incluso se dio maña para buscar mi nombre en un pequeño librito que seguramente contenía los apellidos de los más buscados. Como no aparecí en su lista negra, su rostro de decepción fue elocuente. Sin conformarse del todo, se comunicó por celular inquiriendo más datos, y luego activó un dispositivo electrónico y con un lapicito de punta metálica fue digitando mis datos, miró mi foto y en ese preciso instante dejé de ser un montón de hojas cubiertas por unas tapas azules que decían República de Chile, porque por primera vez, me miró a los ojos, entonces le sonreí de manera fingida, pero luego pensé que estaba despeinado y que quizás mi rostro no coincidía por completo con la fotografía del pasaporte, en donde, además, no sonreía. Se me ocurrió que necesitaba un cepillo de pelo más a la mano porque el que había comprado en Barcelona lo tenía en la maleta que estaba debajo de la cama donde yacía la señora, además el pelo me había crecido y tenía que cortármelo, pero no sabía en qué estilo, porque el corte que usan los rusos y ucranianos me parece de campo de concentración y eso me asusta al igual que cuando la sargento miraba mi foto y luego me miraba a mí que le ponía una exagerada sonrisa de payaso, ¿lo pueden tomar preso a uno por sonreír de manera burlesca? Afortunadamente no tenía sueño, de modo que la sargento podía seguir revisando cuantas veces quisiera mi pasaporte, hasta pensé en regalárselo con una bella dedicatoria. Luego se afanó por entrar y salir del compartimento y cada tanto me preguntaba “¿Chile?”, aunque yo no sabía si ella quería que yo le describiera mi país, le hablara de la cordillera y de las ricas machas a la parmesana o que le confirmara que soy un ciudadano chileno, a pesar de que siempre me pone incómodo cuando lleno unos papelitos de inmigración y debo escribir “chilena” allí donde dice nacionalidad. Creo que finalmente se aburrió, además que le quedaba todo el tren por revisar, ese tren que descansaba en medio de la nada, detenido sobre esa línea invisible llamada frontera, donde sólo hay tierra, piedras, pasto, árboles, pájaros y seres humanos. Lo demás son rayitas inútiles sobre un papel.

R'io Volga
Entonces me dieron ganas de fumar. Me tiré cama abajo tratando de no pegarle un talonazo en la cara a la señora y salí al pasillo. Ante la puerta del camarote contiguo estaba la sargento, se dio vuelta y yo le sonreí con mi boca de sandía burlona. Su mirada fue de hielo. Llamé al calvo que estaba a cargo del vagón y le mostré la cajetilla dándole a entender que quería ir a fumar. Su “niet” fue categórico, indicándome por señas que el proceso aún no concluía. Me dieron más ganas de fumar. Quise hacerlo a escondidas en el baño, pero la sargento se interponía en mi camino y preferí aguantarme. Se imponía la prudencia. Me quedé mirando un andén de concreto y unos rieles que se cruzaban como largos tallarines. Daban pena, se veían tan abandonados.
Luego apareció la policía ucraniana, revisando los bolsos. Yo había querido traerme de recuerdo un kalashnikov con mira telescópica y cargador incluido, pero no me cabía en la maleta. Sin embargo el tipo que entró era buena gente, venía sin gorra y riéndose con sus compañeros; me preguntó qué tenía en la mochila y luego se marchó sin revisar nada. Tras un rato apareció el encargado quien me llevó al salón de fumadores con actitud de acomodador de cine. Me dejó en la unión entre dos carros y se fue cerrando la puerta tras de sí. Era un sitio triste. Las gruesas planchas de metal habían sido pintadas y repintadas de mala manera, de modo que la pintura chorreada anterior había quedado cubierta por una nueva capa lo que le daba más volumen al escurrimiento. La raya de los tornillos había quedado cubierta por el óleo, el piso estaba cubierto de colillas y por entre las placas de metal volví a ver los rieles oxidados.  Entonces se me quitaron las ganas de fumar. Regresé al compartimento y tras mucho esfuerzo trepé a mi litera, apagué la luz, cerré la puerta y permití que los pensamientos positivos vinieran a acompañarme.
Moscú, San Petersburgo y Yuroslavl ya pertenecían a ese pasado que se había quedado dentro de mí. Son tantos nombres, rostros y voces…Serguei, Mijail, Valentina, las Natashas, Ivan, Nadieshda, Vladimir, los padres de Serguei, ese magnífico par de viejos que dieron su vida por la construcción del socialismo; su  madre que me dio a probar las deliciosas mermeladas que prepara, y su padre que me hizo degustar el vodka que elbora y que tiene los 40 grados exactos que debe medir, lo cual comprobamos con un alcoholímetro tras cenar. Atrás quedaron los jóvenes con que hablé en la calle, en la  Universidad de Moscú (que educa gratuitamente a más de 30.000 profesionales en su aulas gigantescas), Alexei, las encantadoras funcionarias y guardias de la Biblioteca Nacional Lenin que hicieron todo lo posible para que yo tuviera acceso en el cuarto piso a una edición en español de Crimen y Castigo y que releí emocionado luego de medio siglo, cerrando así un círculo literario de mi vida. 
Biblioteca Nacional Lenin

Cuando tenía 14 años cayó en mis manos el texto de Dostoiewki y fue fatal, no pude dormir en varios días, no podía cerrar el libro, no podía dejar abandonado a Rodión  Románovich Raskólnikov ni a Alióna Ivánovna, la vieja prestamista asesinada por el joven estudiante Raskólnikov. Releí, durante un par de horas, páginas y páginas al azar  del más grande escritor ruso, aunque también me acompañaron esa tarde de vientos helados que provenían de Fnlandia, cuyos habitantes tienen el mal hábito de no cerrar la puerta al viento polar, estuvieron conmigo, decía, Pushkin, Chéjov, Gogol, Tolstoi, Nadieshda Krupskaia, la compañera de Lenin, Esenin, Gorki y cómo no, Maiakovski, el gran poeta suicida, Turgeniev y, desde luego Lenin, y mientras estaba sentado viendo el Kremlin a través de los grandes ventanales sucios también estuvieron conmigo los cosacos, los hermanos Karamasov, la perspectiva Nevski de San Petersburgo, el hambre de los campesinos rusos redimidos en 1917 gracias al pragmatismo político de Lenin que dio el golpe de estado en el momento preciso, a Troski que organizó el Ejército Rojo y a Stalin que cuando los soldados de Hitler estaban a media cuadra de Moscú tuvo la osadía de organizar un desfile militar que fue decisivo para levantar el ánimo y derrotar a un ejército de más de 5 millones de soldados alemanes. Sí, es un pueblo magnífico, sufrido, sensible a más no poder, solidario como el que más, generoso a manos llenas y con quien tuve el honor y el placer de conocer aunque por pocos días. Cómo olvidar la enorme generosidad de Serguei que me invitó a los mejores restaurantes para degustar la comida siberiana, georgiana, moscovita, ucraniana e incluso turca. Conversamos largas horas, entre trago y trago de vodka,
¡Nasdarobia!...
¡salucita!..
que aquí es como tomar té, discutiendo acerca del papel de Iván el Terrible en la configuración del estado ruso, el rol de los Romanov y de Nicolás II, ese pobre imbécil que nunca supo conducir políticamente el imperio y que abandonó, finalmente, en manos de su mujer Alejandra, idiotizada por un monje loco llamado Rasputín que fue asesinado en el palacio de Catalina la Grande. Y sobre todo, compartimos nuestro asombro acerca de cómo pudo desplomarse la sociedad soviética de la noche a la mañana. Mientras fumábamos en su balcón, descuartizamos a los traidores, a los que cambiaron un modo de vida más justo, más humano por un par de jeans a la moda. 
Estatua de Dostoiewki
Cómo sacar de mi corazón a este pueblo culto (en todas las estaciones de metro hay librerías y en los vagones la mitad de los pasajeros lee), valeroso, que saltó de una sociedad de servidumbre casi esclavista, durante el zarismo, a ser dueña de sí, que aprendió a leer cuando el 80% de sus habitantes eran analfabetos, a explorar el cosmos, que fue capaz de enviar el primer hombre al espacio, que construyó la primera estación espacial. Cómo arrancar de mi memoria a las viejecitas de pañuelo en la cabeza que hoy, para poder subsistir, venden montoncitos de fruta a la salida del metro. Y mientras releía al maestro, cuya estatua no por nada está a la entrada de la gigantesca biblioteca, también rememoraba la música de Shostakovich, de Borodin, de Tchaikovski, volvía a oír el poema sinfónico Pedrito y el lobo de Prokofiev e imaginaba a las esforzadas bailarinas del Bolshoi haciendo sus cabriolas sobre el escenario. Pero no todo fue miel sobre hojuelas. Es preciso decirlo. También ocurrió   Goulag, denunciado por un mal escritor como Solyenitzen. También se conservó la vieja manía zarista de enviar a los pensadores e intelectuales disidentes a los campos de concentración en Siberia. También existieron las purgas, los crímenes masivos, el asesinato de Troski en México, las luchas intestinas por el poder, lo peor de la condición humana, esa que todos llevamos dentro: la ambición por el poder, la crueldad, el rencor, el egoísmo, la vanidad. Esas mismas que se dan a cada rato en la mafia del Vaticano con sus escándalos sexuales y económicos; las mismas que ocurren con el asesinato gangsteril de los líderes en Norteamérica o con las torturas cometidas a vista y paciencia de todo el mundo en Guantánamo, pero que aparecen morigeradas por el escandaloso control de los medios de comunicación asociados con el poder. ¡Cuánto hemos perdido al desconocer la cultura rusa! El manto de silencio que se tendió desde los países capitalistas durante el socialismo soviético, nos ha transformado en ignorantes de primera línea. ¿Cuántos saben, por ejemplo, qué significa soviet? Creo que pocos, muy pocos.
Estaci'on del Metro en Mosc'u
Mis ideas fueron circulando por mi cabeza con la misma rapidez con que entraban y salían del compartimento las luces de las estaciones desoladas. Y entonces recordé las casas que había en las dashas, al costado del camino hacia Yuroslavl. Todas de madera, mirando hacia la carretera por entre los árboles y los macizos de flores. Todas con tres ventanas alargadas al frente. Todas decoradas con volutas, zarcillos y morisquetas de colores. Parecían de juguete o de cuento infantil

                   Talán talán tocan los bomberos
                   en casa del gato hay fuego

decía un cuento infantil ruso que le leía a mi hija. Todas las casas estaban adornadas con ese afán decorativo propio de los rusos que se manifiesta en los bordados de sus blusas, en las matrioskas, en las cucharas pintadas a mano y luego lacadas, en las largas trenzas rubias que las mujeres ordenan en torno a su cabeza como una corona, en sus largas calcetas de lana donde tejen dibujito tras dibujito, en sus iglesias ortodoxas, en los íconos sagrados. Es el estilo ruso: aferrado a sus raíces folklóricas, detallista y, sobre todo, elegante.

Pero mis pensamientos fueron interrumpidos por la brusca aparición de la policía ucraniana de inmigración. Al igual que la rusa, sus hermanos mayores, llegaron con sus linternas, sus estridentes equipos de radio y sus voces de mando. Me imaginé de inmediato lo que venía. El formulario con sus cuadraditos y su letra pequeñísima lo había llenado a medias, casi dormido, tratando de leer sólo la parte que estaba en inglés y no la que estaba en ruso y en ucraniano en medio del zangoloteo del tren que parecía feliz de correr cuesta abajo en esa parte del camino. Me imaginé lo peor. Y lo peor era completar los datos que faltaban, para lo cual debía bajarme de la litera y conseguirme un lápiz, porque los datos que había escrito los hice con uno que me prestó la muchacha del equipo electrónico que se había bajado en una estación anterior despidiéndose de mí con una sonrisa fresca y un dosvidania inolvidable.
Por supuesto apareció la nueva sargento, tan meticulosa como la anterior. ¿Se tratará de un rasgo obsesivo femenino? Porque cuando indagan, indagan a fondo. Al igual que su colega, tomó mi pasaporte con delicadeza y lo puso bajo el microscopio de su mirada. Le hizo el escáner visual respectivo. Pero un molesto engranaje no calzaba. Hizo, pues, lo mismo que la anterior. Consultó por su equipo de radio a la central para que le dijeran qué diablos era Chile; luego  llamó a un superior y, no contenta con eso, llamó a un comando rigurosamente vestido de camuflaje, boina negra inclinada y una Makarenko calibre 45 en la cartuchera. Afortunadamente el enorme soldado no cabía por la puerta de modo que no pudo ingresar, pero sacó una máquina fotográfica digital y tomó un par de imágenes de mi pasaporte, que dicho sea de paso es para eso, para pasar puertas. A diferencia de la anterior esta funcionaria ni me miró, le pegó un timbrazo rojo a la visa que casi la destroza y se marchó. Debo agregar que ambas sargentos eran bellísimas y que no tenían lunares con pelos en la punta de la nariz. Tal vez por eso no me ofusqué con ellas.
Me tiré cama abajo porque ahora sí quería fumar. Tenía la cabeza atontada, no sabía en qué lugar se había detenido el tren y, para colmo, el huso horario de Ucrania cambiaba en una hora de menos. Tras fumar un cigarrillo amargo, llamé al calvo y le pregunté si podía tenderme en la litera inferior que había dejado la muchacha. Fue otro “niet” categórico. Dio media vuelta y se alejó por el pasillo. Cerré la puerta y, desde luego, me tendí en el camarote de la muchacha, oliendo el delicado perfume que había dejado impregnado en la almohada. Desperté cuando amanecía y cruzábamos sobre el ancho río Dniéper. Como un caballero, salí del cuarto para que la señora se vistiera y vi cómo los pasajeros tomaban las sábanas, el forro de la almohada y una toallita que nos habían pasado y se dirigían adonde el calvo para entregárselas. Me  hice el que no sabía y no llevé nada. Además estaba casi durmiendo de pie en el pasillo.

El tren no ingresó a la estación sino que se detuvo en un andén lateral. Bajé y decidí caminar hacia donde iban todos. Necesitaba dinero, un café y un mapa de la ciudad. En ese orden. Los rublos que llevaba en el bolsillo no me servían de nada. Acarreé la maleta con ruedas hacia la boca de un túnel, descendí por la escalera pensando en encontrar pronto un cajero automático o bien una casa de cambio para comprar con mis euros el dinero local, pero cuando terminé de descender, me encontré frente a frente con una carnicería. Vi unas longanizas, chorizos y prietas que colgaban de un fierro y que en el mostrador había embutidos, jamón, queso, encurtidos variados. En rigor no era una carnicería, sino una fiambrería. Sin embargo, bastó ese pequeño detalle para que me cayeran súper bien los ucranianos.
El punto es que yo necesitaba una casa de cambio con urgencia. A la salida del recinto todo empeoró porque no había una oficina de información turística, no tenía un mapa de la ciudad, mi tarjeta estaba bloqueada, era sábado por la mañana, estaba todo cerrado y no tenía dinero para comprar un café. Pero como he seguido y aprobado todos los cursos de supervivencia desde que nací, pronto, muy pronto pude arreglármelas para llegar al hotel Slavutych donde tenía mis reservaciones.
¿Y qué pasó, finalmente, con la gorda? No tengo idea aunque creo que la arrojaron fuera del tren en una curva de la línea férrea.



Fotos de Kiev, Ucrania (octubre)











Fotos de Kiev, Ucrania