Mi mochila pesaba unos
dieciocho kilos y la maleta con los ceniceros de cobre, unos veinte
más. Había sido idea de El Lenteja.
-Oye weón, mira, allá
los vendimos como pan caliente.
-¿Tai seguro?
-Claro, ponimos unos
diarios en el suelo, cerca de un Metro, metemos boche y los gringos
se van a volver locos con los cóndores y wuemules.
-Tai enfermo del hoyo.
No weón, mira, el
Lucho me contó que los alemanes no conocen el cobre ni en pelea de
perros.
Nos habíamos bajado
del bus a las dos de la tarde y cuando salimos de la terminal de
buses, ya eran las dos y media.
Era domingo, soplaba
un viento medio helado, las calles estaban vacías como si la gente
hubiese abandonado la ciudad. Cuando podía, soltaba los bultos para
mirar unas nubes blancas que bailaban una especie de lento, parecía
que se habían fumado un pito: bostezaban, alargaban una mano de
vapor como si se mirasen las uñas.
Los hombros me ardían,
mis brazos estaban agarrotados y sentía clavadas de agujas en las
piernas. Al Lenteja le dio con que Messe significaba Metro, así que
nos asomamos a la boca de lobo que había debajo de un letrero que
decía Messe y bajamos por una larga escala en cuyos peldanos había
brotado un pastito que se mecía con el viento.
-Oye, lenteja, no creo
que sea por aquí, fíjate que…
Pero mi amigo no
escuchaba o no quería oír. Llegamos a un subterráneo vacío que
olía a orines y en donde, a lo lejos, entre unas columnas se veía
la boca luminosa de una salida.
-¡Cómo que no, weón!
Mira, allí está la subida al Metro. El Lucho me dijo que tomáramos
el S75, que contáramos cinco estaciones y que ahí nos bajáramos
porque él nos iba a estar esperando, ¿cachái?
Él iba adelante, con
su gorro chilote embutido hasta las orejas, caminando muy rápido;
por eso le pusimos El Lenteja, por lo apurón.
Mis hombros estaban al
rojo vivo como si los tirantes de la mochila fueran de lija, mis
dedos estaban blancos y cuando soltaba la maleta me quedaban pegados.
Tenía que separarlos uno por uno como quien deshoja una margarita.
Mi polera estaba mojada de sudor y lo único que quería era sentarme
y prender un pucho a pesar de que respiraba con dificultad.
Subimos una escalera,
al que también le había brotado pastito, y salimos al otro lado de
la calle; pero la estación de Metro no se divisaba por ninguna
parte.
Así es que esto era
Berlín: unas calles anchas, demasiado anchas, con rayitas pintadas
al llegar a las esquinas, unos semáforos para ciclistas, unos
edificios cubiertos de vidrios en donde las nubes bailaban en un
cielo de mar quieto que escondía lo negro de la noche.
-Mira, yo creo que
estamos cerca.
El Lenteja no se
atrevía a reconocer su fracaso. Además de apurón era llevado de su
idea.
Nos sentamos en un
escaño que había debajo de una paleta informativa de un tal Word
Trade Algo que tenía un plano de sus instalaciones escritas en un
alemán hecho para alemanes.
Solté la maleta, dejé
caer la mochila y caí rendido sobre la banqueta. Con esfuerzo, saqué
un pucho torcido y aspiré hondo como si el humo me pudiese
reconciliar con el agotamiento.
-Mira, weón, allá se
ve una weá como de Metro. Quédate aquí y cuida las maletas. Yo voy
a echar un lukin. Ya vuelvo.
No tenía fuerzas para
discutirle ni para responderle, así es que me quedé como idiota
mirando el pasto recién cortado de un jardín público.
Después de un rato, y
para ver por dónde había partido, torcí la vista y vi que iba a
trancos largos, acomodándose el gorro de lana. Terminé el pucho,
acomodé las maletas como pude junto a la banca, puse una mochila de
almohada y la otra debajo de los pies y me acosté a mirar las nubes.
El cansancio me vencía como si me hubiesen inyectado un
tranquilizante. Habíamos viajado sin descansar, mis pies latían,
hacía tres días que no me duchaba, tenía los hombros en carne
viva, la sed me devoraba y el sueño se me fue metiendo en el cuerpo
como una suave nube.
Algunas parecían
hongos, así como explosiones atómicas que crecían como humo
blanco; otras, eran como animales recostados que dormían
plácidamente. Vi que a lo lejos se acercaba un montón de nubes
grises; parecían una manada de animales grandes caminando por un
pasto azul. Encima de mí, había una nube alba con la forma de una
mujer mayor que se arregla el cabello ante el espejo. Se hacía una
especie de moño, luego lo deshacía y soltaba puñaditos de pelos
que se deshilachaban en el aire hasta desaparecer. De pronto pareció
mirarme y en su rostro se abrieron dos orificios intensamente azules.
Entonces soltó una lágrima que me cayó en la punta de la nariz.
Abrí los ojos y vi a
una anciana que se inclinaba sobre mí, como cuando los médicos se
acercan a examinar al paciente.
-Sie
sah meine Enkelin?
-No…no sé- le dije,
mientras me sentaba en el banco y me refregaba los ojos.
Era baja, un poco
gordita, tenía las mejillas coloradas como de abuelita buena. Se
secaba las lágrimas con la punta de un pañuelo blanco lleno de
cachirulos.
-Sie
trägt ein blaues Kleid und weiß. Vor langer Zeit, dass ich suche.
-Como le dije, no
tengo idea. Vengo llegando y estoy esperando a mi amigo…¿Usted vio
al Lenteja por ahí?
Le miré el reloj y vi
que eran las cinco y cuarto. Había caído raja en un profundo sueño.
Vi que una maleta tenía el cierre abierto, me agaché, sintiendo que
los huesos de mis rodillas trituraban vidrio molido, corrí el cierre
y al darme vuelta comprobé que la viejecita ya no estaba.
A eso de las seis el
cielo se cerró con un manto de nubes que comenzaron a bajar como una
marea de alquitrán. Las primeras gotas cayeron sobre unas hojitas
del jardín, luego sobre el cemento, en seguida sobre la punta de mis
zapatillas, hasta que las sentí sobre mi cabeza como unos golpecitos
de dedos infantiles. Las nubes blancas, al parecer, habían partido
enredadas en los cabellos de la anciana.
Estaba solo, me
quedaban dos puchos, no tenía reloj, las luces de la ciudad se
fueron encendiendo. A lo lejos, escuché el sonido estruendoso de un
avión que despegaba, pero no le vi las luces. Y allí me quedé,
esperando al Lenteja, mirando caer esa lluvia ajena.
Con la primera parte del relato me mori de la risa
ResponderEliminara estas alturas espero que los ceniceros ya estén vendidos.
Con la segunda me dieron ganas de cobijarte, pero hace parte de tu aventura (voluntaria) tendras todo
el invierno de ta vida para rememorarla.
abrazos
Gracias por los abrazos y los afanes de cobijo...estos son los aplausos para un escritor.
ResponderEliminarTambién te mando abrazos, que espero dártelos en esta vida.
Es un periplo con malos guias, pero este (el de este relato) es peor que aquel que trato de llevarlos al Cabo de Hornos (Cap Horn) que necesito brújula y planos pa' encontrar el local de nuestro viejo compañero Chacal. En fin, en el Cap Horn, donde terminamos por llegar, logramos alimentarnos y apagar la sed, con, según Chacal, los mejores "mojitos" de Paris.
ResponderEliminaruf! He estado en situaciones parecidas, llegando al punto de comer salsa de tomate con atún a los pies de una roca, en el medio del desierto, sin agua, y bajo un sol ardiente que no te deja respirar.
ResponderEliminarSaludos,
Noemí A.