Hoy
cumplimos un mes de viaje. Tengo los ojos saturados de imágenes…se suceden unas
tras otras como en un alocado videoclip: veo/recuerdo una bicicleta pintada de
blanco –como si en ella hubiese pedaleado un ángel- amarrada a un poste, junto
a una corona de flores en la esquina de Holzmarket y Andreasstrasse; veo un mago haciendo aparecer y desaparecer un
huevo en Old Town Square de Praga; veo dos acordeonistas interpretando la
Tocata y Fuga de J. S. Bach en Alexanderplatz; veo un barco-hotel
en el río Moldava; veo al niño que dijo ¨un ogro¨ cuando me vio en el bosque
donde está enclavado el Castillo de la Dama Blanca; veo la joven
policía checa que me tendió la mirada más dulce del mundo, esa visión
brillante, el símbolo de otra vida; veo el insólito Mar de Arena en un bosque…en
fin…a veces, no tengo tiempo para saborear tantas imágenes.
Ahora
cierro los ojos y siento en la piel el débil calor que ya anuncia el otoño.
Ayer llovíó y hoy está parcialmente nublado. Mientras espero mi capuchino del
mediodía junto a las sillas de playa que se han instalado para que el público
descanse, escucho cerca/lejos el sonido
metálico de los tranvías que circulan
cortando la plaza bajo la gran torre de TV. Estoy en lo que era el sector este
de Berlín, el sector repudiado por los medios de occidente, sin embargo allí
sigue existiendo la amplia avenida Carlos Marx con sus diseños de parques,
edificios modernos pese al paso del tiempo, amplias veredas y calzadas, allí
está la torre de TV levantada por el mundo comunista y que hoy sigue siendo el
emblema de Berlín y de la Alemania reconstruida. Sin
embargo, el modelo económico neoliberal ha instalado aquí, casi como un
emblema, los Burger King, los Mac Donalds, los boliches de comida al paso,
tailandeses, coreanos y vietnamitas que se disputan la clientela con los de
sushi japonés o de salchichas alemanas que se venden a 1,3 euros.
Ya
nadie quiere recordar los duros días de la
Alemania nazi; los campos de exterminio; el bombardeo de
los aliados y la entrada triunfal de las tropas soviéticas a la capital, asalto
que culminó cuando un soldado soviético clavó en lo más alto del Reistach la
bandera roja con la hoz y el martillo.
Ya
nadie quiere hablar del horror y exterminio guiado por los afanes expansionistas
del fascismo. Cientos de ciudades quedaron pulverizadas, convertidas en
escombros, con el esqueleto de sus edificios al aire y millones de cuerpos
mutilados. Ya nadie quiere saber del holocausto, de la condición humana más
miserable de un pueblo culto, inteligente y trabajador que fue cómplice – por
las buenas o por las malas- de la brutalidad
del poder nazi.
Ya
nadie quiere recordar tampoco la ciudad escindida. Apenas queda un trozo de
muro junto al río Speer que cruza la ciudad en silencio, tal vez avergonzado. Y
contrariamente a la imagen de una muralla gris, que sostiene un rollo de
alambre de púas, hoy se viste de colores y es el muro más colorinche y alegre
que he visto. Abundan los murales por ambos lados, hay graffitis que hablan de
la necesidad de paz, de la aceptación de la diversidad y del cuidado del medio
ambiente. Los grupos más radicales son los anarquistas quienes se han apropiado
de sitios eriazos, edificios vacíos sin ventanas, fábricas abandonadas. Allí
conviven en comunidades que cualquiera creería de pordioseros pero que en
realidad están conformados por jóvenes, adultos y ancianos que sostienen una
batalla política contra un sistema de libre mercado que, de continuar, llevará
a la destrucción del planeta.


En
Potsdam, mandó construir un palacio a su medida. De hecho, participó
activamente en el proyecto junto con los arquitectos, paisajistas y escultores
más renombrados de la época. Lo llamó “Sans souci” (“sin preocupaciones”). Allí
pasaba la mayor parte del año mientras su reino se gobernaba solo o bien se
hundía lentamente sin que él se percatara
.
.
Organizó
tertulias, bailes de máscaras de un marcado contenido erótico en el Salón de
Mármol que aún conserva lo espléndido del trabajo de los artistas. Preparó
fiestas en las cuales sólo se debía hablar en francés e invitó a divertidísimos
juegos dionisíacos en las seis terrazas plantadas de vides que bajan desde el
palacio hasta el parterre. Desde allí se extiende un gigantesco parque adornado
con cientos de estatuas esculpidas en mármol blanco, en donde abundan las
imágenes de los escarceos sexuales de hombres con aspecto de dioses griegos que
despojan de sus ropas a mujeres que ofrecen una débil resistencia a los
registros masculinos. Los árboles de los bosques son centenarios y están
abrazados por enredaderas que trepan hasta las copas. Todo es verde y en medio
de ese verdor destacan unas bañeras de mármol, una casa china en medio de los
árboles, unas ruinas romanas falsas, unas glorietas adaptadas para la
interpretación de la música, unos laberintos de vegetales en donde da gusto
extraviarse y recuperar una condición
primitiva que hemos perdido con la civilización, allí donde da placer perderse
“sans souci”. Y en este esplendor sin límites también hay, cómo no, una cocina
del tamaño de una casa, un invernadero (el Orangerie) con plantas traídas de
todos los rincones del planeta, un molino de aspas holandesas.
Federico
II de Prusia, llamado El Grande, pese a su corta estatura –en un cuadro pintado
por Antoine Pesue, se ve a su abuelo Federico I sentado en el trono con un cojín bajo los pies ya que sus
extremidades le quedaban colgando del trono- se inclinó caramente por el estilo
decorativo Rococó.
Se
trata de un género artístico propio de decorados interiores y de las llamadas
artes menores. Se caracteriza por la asimetría, las sinuosidades y la
irregularidad para la cual se emplean imágenes de zarcillos, ramas, flores y un
sinnúmero de formas de relleno. Tras dicho lenguaje, alegre, recargado y lúdico
en apariencia, subyace la decadencia. Todo se decora casi con desesperación,
los adornos de techos y paredes se entrelazan y superponen generando un proceso
de ensortijamiento; abundan los espejos que repiten al infinito el vacío de
tanto encaje inútil. Se acumulan porcelanas -en otro de los palacios de la
monarquía prusiana, a saber Charlottenburgo, denominado así en honor a Sofía
Carlota, la mujer del enano, quien murió a los 37 años –se conservan 2.600
objetos de porcelana azules y blancos (tazas, jarros, platillos, bandejas), la mayor parte traídos desde
China.
Así
pues, Federico II, desde niño se inclinó por las artes y no es de extrañar que
hubiese participado personalmente en la decoración de su palacio hecho para un
placer sin culpas. Era del linaje de los Hohenzollen y fue más conocido como
Fritz por sus íntimos. Su constitución delicada chocaba con las rudas maneras
de su progenitor, Federico Guillermo I, apodado “El Rey Sargento”. Este siempre
vestía de militar y se cuenta, entre sus escasos aciertos guerreros, el haber
formado la Guardia de Potsdam, para
lo cual reclutó e incluso hizo traer a la fuerza a todos los muchachos cuya
estatura superara el 1.85 mt. Con ello formó un poderoso ejército de 80.000
hombres. Además de su reciedumbre, fue capaz de procrear 14 hijos con su mujer,
Sofía Dorotea de Hannover, quien condujo a su hijo Fritz por el camino de las
letras y la música.
El
carácter y personalidad del futuro rey Federico I chocó violentamente contra la
tozudez de su padre cuando en 1730, se descubrió que Fritz preparaba su fuga hacia Inglaterra con
su amante, el teniente Hans Hermann von Katte. El rey tras echar humo por las orejas, presionó a la justicia para
que castigaran al oficial desertor y obligó a que su hijo contemplara la decapitación
de su amante. Permaneció deprimido en la cárcel los dos años de su encierro, durante
los cuales fue privado de su condición de príncipe heredero. Para recuperar su postulación
al trono, debió casarse, por imposición paterna, con Isabel Cristina de
Brunswick. Apenas concluida la ceremonia, Fritz, subió a empujones a su mujer a
un carruaje y la desterró al castillo más remoto de Prusia para no cohabitar
con ella. Desde luego no tuvo hijos con Isabel ni con mujer alguna, por lo que
a su muerte heredó un sobrino suyo.
Voltaire
que era un mal hablado y un mal agradecido pues había pasado dos años
disfrutando de su estancia en Sanssouci, apenas llegó a París, contó a medio
mundo que Federico I de Prusia era una “amable ramera”.
Así
pues, según el decir de un escritor, este fue uno de los reyes que amaron como
reinas.
Llega
mi capuchino, le sonrío a la muchacha que me lo trae y le meto conversa, total
aún me quedan cinco meses de viaje y tengo tanto que contar.
Hola profesor.
ResponderEliminarQue bueno ver que disfruta de su viaje.
Quería saber si podría revisar un cuento que subí a este blog (que por cierto, lo tenía bastante botado).
Le recuerdo que usted ha sido uno de mis grandes motivadores para escribir, junto con un profesor nuevo que tengo este semestre, es de Literatura infantil.
En fin profesor, que siga teniendo un grandioso viaje, ¡disfrútelo!
Y gracias por ser un gran profesor.
Atte.
Ismael Osorio.
Gracias Ismael por tus comentarios y el apoyo a mi blog. En este momento estoy en Copenhague y el miércoles 29 parto en tren a Estocolmo.
ResponderEliminarMe parece muy bien que escribas. Sigue dándole porque mientras más escribas más vas a perfeccionar el oficio.
Te mando un gran abrazo y saludos a todos tus companeros.
Carlos
Hola papá... me gustó el texto y las fotos. Tu cámara saca mejores fotos en las europas. Me gustaron las nubes y el aire que se respira.
EliminarBesitos,
Tu hija