lunes, 16 de julio de 2012

El pan nuestro de cada día


Le arrojaron la mitad de un pan y él le dio la mitad de esa mitad a un anciano que se la pidió con los ojos. Era un pan añejo, tenía la cáscara aplastada, cubierta de arrugas como el rostro del viejo. “El pan es la cara de Dios”, se dijo a sí mismo, recordando a los curas del colegio que cada viernes después de misa les advertían: “No boten el pan, niños; es la cara de Dios”.
Sacó una miga y la miró como quien observa una piedra preciosa. Parecía un trozo de coral blanco o un puñado de espuma. Se la puso en la boca y cerró los ojos. De inmediato sintió esa presencia cálida que al contacto con la saliva se hinchaba como una esponja llena de vida. Entonces cayó en la cuenta que hacía tres días que no comía. El miedo le había paralizado el apetito. Tampoco había defecado y casi no había dormido. Sólo se había orinado en los pantalones después de recibir los culatazos.
Contrariando las recomendaciones de los más viejos, que insistían en tener ocupada la mente jugando a las damas con unas tapitas de refrescos,  buscó un sitio apartado en las galerías. Bajo el débil sol, cerró los ojos y se imaginó que estaba en su casa, bajo el parrón, tratando de encender el carbón, aguardando a que llegaran sus suegros para compartir un asado dominical. Sacó otra miga y se la echó a la boca recordando el pelo revuelto de su hijo mayor, tan díscolo, tan igual a él. Sacó otra y recordó los ojos negros de su mujer, sus pezones oscuros, el lunar cerca del ombligo. Sacó otra y otra y otra, demorando cada bocado.
Pero la idea de acabar demasiado pronto el trozo de pan le provocó una repentina angustia. Quiso fumar, pero no tenía cigarrillos. Tomó conciencia que hacía tres días que no probaba el tabaco. ¡Tres días! Tampoco había bebido, ni había caminado por las calles. En pocas horas había olvidado cómo eran los árboles, las acacias tierrosas que comenzaban a florecer bajo los vientos cruzados de septiembre. Comprendió que quizás no volvería a ver las veredas de su barrio y que quizás durante cuánto tiempo más solo vería lo que ahora no quería ver ni escuchar: los altoparlantes emitiendo día y noche fastidiosas marchas militares, los llamados a interrogatorio, los culatazos, los charcos de sangre y el vómito sobre el piso de cemento.
Ahora sólo tenía entre sus manos un pequeño trozo de pan. Tendría que hacerlo durar y comérselo miga por miga, cascarita por cascarita, en trocitos cada vez más pequeños que irían desapareciendo de la palma de su mano, mientras el sol se ponía y caía la noche definitiva.
Carlos F. Reyes

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