Le arrojaron la mitad de un pan y
él le dio la mitad de esa mitad a un anciano que se la pidió con los ojos. Era
un pan añejo, tenía la cáscara aplastada, cubierta de arrugas como el rostro
del viejo. “El pan es la cara de Dios”, se dijo a sí mismo, recordando a los
curas del colegio que cada viernes después de misa les advertían: “No boten el
pan, niños; es la cara de Dios”.
Sacó una miga y la miró como quien
observa una piedra preciosa. Parecía un trozo de coral blanco o un puñado de
espuma. Se la puso en la boca y cerró los ojos. De inmediato sintió esa
presencia cálida que al contacto con la saliva se hinchaba como una esponja
llena de vida. Entonces cayó en la cuenta que hacía tres días que no comía. El
miedo le había paralizado el apetito. Tampoco había defecado y casi no había
dormido. Sólo se había orinado en los pantalones después de recibir los
culatazos.
Contrariando las recomendaciones de
los más viejos, que insistían en tener ocupada la mente jugando a las damas con
unas tapitas de refrescos, buscó un
sitio apartado en las galerías. Bajo el débil sol, cerró los ojos y se imaginó
que estaba en su casa, bajo el parrón, tratando de encender el carbón,
aguardando a que llegaran sus suegros para compartir un asado dominical. Sacó
otra miga y se la echó a la boca recordando el pelo revuelto de su hijo mayor,
tan díscolo, tan igual a él. Sacó otra y recordó los ojos negros de su mujer,
sus pezones oscuros, el lunar cerca del ombligo. Sacó otra y otra y otra,
demorando cada bocado.
Pero la idea de
acabar demasiado pronto el trozo de pan le provocó una repentina angustia.
Quiso fumar, pero no tenía cigarrillos. Tomó conciencia que hacía tres días que
no probaba el tabaco. ¡Tres días! Tampoco había bebido, ni había caminado por
las calles. En pocas horas había olvidado cómo eran los árboles, las acacias
tierrosas que comenzaban a florecer bajo los vientos cruzados de septiembre.
Comprendió que quizás no volvería a ver las veredas de su barrio y que quizás
durante cuánto tiempo más solo vería lo que ahora no quería ver ni escuchar:
los altoparlantes emitiendo día y noche fastidiosas marchas militares, los
llamados a interrogatorio, los culatazos, los charcos de sangre y el vómito
sobre el piso de cemento.
Ahora sólo tenía entre sus manos un
pequeño trozo de pan. Tendría que hacerlo durar y comérselo miga por miga,
cascarita por cascarita, en trocitos cada vez más pequeños que irían
desapareciendo de la palma de su mano, mientras el sol se ponía y caía la noche
definitiva.
Carlos F. Reyes
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