miércoles, 16 de octubre de 2019

Una calle larga y otra corta





Una calle larga y otra corta

Carlos F. Reyes


Fue el sábado más caluroso de aquel verano, y como el villorrio  estaba rodeado de cerros pelados, parecía un caldero cocinando piedras.

Se bajó del taxi a las tres de la tarde. Miró con desaliento la única calle de tierra orillada por casas de barro con techo de calamina. Las puertas y  ventanas estaban cerradas a machote y no se veía ni un alma.  A no ser por algunas pilchas puestas a secar en unos cordeles, se diría que allí no vivía nadie. Giró para preguntarle algo al taxista, pero este sonriendo, le repitió la consigna:
-A las siete en punto, compañero.
Y arrancó el auto, levantando una polvareda.
Y allí se quedó, sin saber ni siquiera dónde estaba. No vio perros, ni gallinas, ni pájaros. Tampoco se escuchaba el zumbido de los insectos. Nada se movía excepto el reverbero de unos saltamontes a la distancia.
Pero él no era de los que se dejaban arredrar así como así. Oprimió el gatillo del vetusto megáfono soviético y sopló con timidez sobre un botón que estaba inserto en una lengüeta flexible. No logró sacar el sonido esperado. Repitió la operación y, al mover el aparato, éste inesperadamente emitió un chillido agudo. Reparó entonces que la batería no hacía el contacto adecuado porque la tapa estaba floja. De modo que tuvo que sostener el pesado megáfono con la mano derecha mientras con la izquierda empujaba la tapa.
Su inicial falta de habilidad hizo que su primera proclama fuera  emitida de manera entrecortada:
“Compañ…..sinos, los oligar…se  han….chado…de la…ierra que…tedes cult…”
No, no podía continuar así. Era absurdo.
Encontró una pitilla en el suelo y con ella reforzó la sujeción de la tapa.
Eran las tres y media de la tarde y el aire parecía salido de un horno. La calle tendría unas veinte casas por lado separadas entre ellas por alambres de púas, hileras de cardos, cactus o rejas de gallinero desvencijadas.
Sin saber por qué, recordó a Amparo, a quien había conocido hace un par de meses en la última elección de Centro de Alumnos de la Facultad. Recordó con toda claridad sus grandes ojos negros, su trenza y, sobre todo el sabor de su piel morena en sus manos.
En ese momento se dio cuenta de que no sabía qué decirles a los lugareños. Godoy, del Comité Local, le había dicho:
-Mire, compañero, a las siete vamos a poner una micro en el pueblo y usted es el encargado de llenarla con la gente del lugar. A las ocho empieza el acto en la plaza de armas en donde vamos a proclamar a nuestros candidatos a diputados. Aquí está el taxi que lo va a llevar y usted se viene con la micro llena. ¿De acordeón? Y repitió:  “Llena”. Por supuesto a nadie se le ocurrió preguntarle si tenía ganas de cumplir ese trabajo. Así eran las cosas, sólo había que hacerlas.
Volvió a recordar a Amparo y tuvo una erección involuntaria. Aquella tarde ella había hecho algo inesperado; le acarició la cabeza sin decir nada, apretándolo contra su pecho, mientras él estaba sentado en un escaño. Y su mano fue como agua tibia escurriendo entre sus cabellos. La abrazó por la cintura, sintió su olor de hembra joven y comprendió que bajo su vestido de gitana había una promesa por cumplir cuando se reencontraran al término de las vacaciones.
Luego se despidieron y cada uno partió a lo suyo. Comenzaba el verano y todo indicaba que sería muy caluroso, al igual que el clima político que se comenzaba a vivir en el país.
Tuvo una segunda erección más intensa. Entonces decidió orinar contra unas matas mientras sentía que la sed le resquebrajaba las mucosas.

Tenía que llenar la micro. “¿Habrán salido todos a una reunión y dejaron las puertas cerradas?”, pensó. Pero esa misma quietud y silencio lo alentó a borrar de sí todo atisbo de vergüenza. Y por eso, entusiasmado, sin tener conciencia de los límites y de la necesaria racionalidad política, se dejó llevar por su entusiasmo juvenil.

“…y por eso, compañeros campesinos, haremos la revolución y la tierra no será de propiedad de unos pocos sino de todos, especialmente de ustedes que laboran día a día, de sol a sol. Y construiremos una patria nueva, más justa, más democrática, más equitativa. Una sociedad en donde no haya ricos ni pobres, porque todos seremos iguales.”

Cuando concluyó, se calmó un tanto, tratando de recuperar el aliento. Sí, se había pasado de la raya. No era para tanto. Al llegar al final de la calle, comprobó que doblaba a la derecha. Era un pueblo en ele. Sólo había dos calles: una larga y otra corta.
Dobló y siguió con su monserga sin que nadie asomara la cabeza ante el bullicio que estaba provocando. Cuando llegó al final de la segunda calle, regresó, pero esta vez se le ocurrió cantar, quizás sería más atractivo para los pobladores…claro, esos que no estaban. Por cierto iría intercalando su invitación entre canción y canción. De modo que se transformó en una radioemisora ambulante. Y comenzó, aunque de manera desafinada, con las canciones de la Guerra Civil española:

“Dime donde vas morena,
Dime donde vas al alba”

Y como su memoria era buena continuó con

“El ejército del Ebro
A la rumba a la rumba bom bom
Una noche el río pasó
¡Ay, Carmela!, ¡Ay Carmela!”

Cuando concluyó el repertorio volvió a invitar a los invisibles habitantes a la concentración

“Hoy, compañeros campesinos, el pueblo se reúne para proclamar a sus candidatos, a quienes legítimamente representan los intereses del proletariado. Por eso, a las siete en punto vendrá una micro que nos llevará a dicho acto artístico-político y cultural. En la plaza escucharán los versos recitados por el compañero Pablo Neruda.”

Luego cambió al repertorio italiano, pero haciendo una introducción, porque su entusiasmo iba en aumento.

Y ahora, compañeros, escucharemos unas bellas y sentidas canciones de los partisanos italianos quienes le dieron la zumba a los fascistas en la segunda guerra mundial.

“O bella ciao, o bella ciao,
Ciao, ciao, ciao,
Soy comunista toda la vida”

Luego se le vino a la cabeza el repertorio mejicano e incluso fue capaz de desdoblarse en dos personajes.

Y ahora compañeros, escucharemos algunas melodías de la Revolución Mexicana, esa que fue encabezada por Emiliano Zapata y Pancho Villa, en donde lucharon campesinos, sí campesinos igual que ustedes contra los grandes latifundistas de aquel país hermano. Puede cantar, compañero, el micrófono es todo suyo.

“Con mi carabina 30-30 (aquí le salía un gallito)
Me voy a las filas de la rebelión
Y si mi sangre piden
Mi sangre les doy
Por los explotados de nuestra nación”

Incluyó incluso canciones no revolucionarias, pero del cancionero mejicano, como algunas de Miguel Aceves Mejías, Jorge Negrete y otras que había escuchado cuando niño.
Y así pasó la tarde, durante horas, caminando en un sentido y otro por un pueblo vacío. Tan entusiasmado estaba que preparó sobre la marcha un show improvisado. Se paró sobre una roca que estaba en el vértice de ambas calles y anunció con solemnidad:

“Señoras y señores, abuelitas y abuelitos, ha llegado desde  el sur un gran cantante que quiere compartir el folklore nacional con los habitantes de…habitantes de…de este magnífico pueblo. Recibamos con un gran aplauso a…a…El Tropillano.”

Entonces se bajó de la piedra e imitó la ovación del público ahuecando las manos sobre el micrófono: “Ohhoooo…bravo, bravo…”

Se subió nuevamente a la piedra y anunció:

“Como decía mi querido amigo, en realidad, mi compañero, estoy feliz de estar ante ustedes y voy a iniciar el repertorio de esta tarde espléndida, con una de las más bellas canciones de Violeta Parra”

Y desafinado y todo se animó. Ya nada podía detener su impulso creativo. Se subía y se bajaba de la piedra, adonde afortunadamente llegaba la sombra de un sauce. Hacía gestos, reverencias para agradecer al público, incluso pedía un poco de silencio para continuar. Estaba tan concentrado en su improvisación que no reparó en que las puertas de las casas habían comenzado a abrirse para dejar paso a sus moradores que no aguantaban la risa. Eran familias numerosas que se habían acicalado para asistir al evento. El padre se había puesto la camisa blanca abotonada al cuello y la chupalla bien plantada en la cabeza; la mujer con su collar al cuello y su carterita; las niñas con su cintillo y el pelo bien estirado y los cabros chicos con el pelo mojado imposible de ordenar.

“Y ahora ante ustedes, el gran…”. Se quedó con los brazos abiertos, una pierna en alto y los ojos aterrorizados al ver que el pueblo entero salía de sus casas a las siete en punto para asistir a la concentración. Como campesinos cazurros que eran, se habían puesto de acuerdo sin ponerse de acuerdo para no salir de sus casas y matarse de la risa mientras lo miraban por las rendijas de las puertas.
Ya en la micro, los hombres bromeaban con él, le sonreían, le palmeaban la espalda, lo invitaban:
-¿Se sirve una empanadita?
-Compañero Chito, ¿cómo andarían unas cervecitas?
-¿Sabe?, yo conozco unas chiquillas buenas mozas, si quiere se las presento.
-¿Usted juega fútbol?, ¡sí!, ya poh lo invitamos a un partido este domingo allá en Calle Larga.

Y así, la micro con las banderas rojas asomando por las ventanillas, se fue dando tumbos por los caminos que –al igual que los de la vida-, suben y bajan.




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