Una
calle larga y otra corta
Carlos
F. Reyes
Fue el sábado más caluroso de aquel
verano, y como el villorrio estaba
rodeado de cerros pelados, parecía un caldero cocinando piedras.
Se bajó del taxi a las tres de la
tarde. Miró con desaliento la única calle de tierra orillada por casas de barro
con techo de calamina. Las puertas y
ventanas estaban cerradas a machote y no se veía ni un alma. A no ser por algunas pilchas puestas a secar
en unos cordeles, se diría que allí no vivía nadie. Giró para preguntarle algo
al taxista, pero este sonriendo, le repitió la consigna:
-A las siete en punto, compañero.
Y arrancó el auto, levantando una
polvareda.
Y allí se quedó, sin saber ni siquiera
dónde estaba. No vio perros, ni gallinas, ni pájaros. Tampoco se escuchaba el
zumbido de los insectos. Nada se movía excepto el reverbero de unos saltamontes
a la distancia.
Pero él no era de los que se dejaban
arredrar así como así. Oprimió el gatillo del vetusto megáfono soviético y
sopló con timidez sobre un botón que estaba inserto en una lengüeta flexible.
No logró sacar el sonido esperado. Repitió la operación y, al mover el aparato,
éste inesperadamente emitió un chillido agudo. Reparó entonces que la batería
no hacía el contacto adecuado porque la tapa estaba floja. De modo que tuvo que
sostener el pesado megáfono con la mano derecha mientras con la izquierda
empujaba la tapa.
Su inicial falta de habilidad hizo que
su primera proclama fuera emitida de
manera entrecortada:
“Compañ…..sinos, los oligar…se han….chado…de la…ierra que…tedes cult…”
No, no podía continuar así. Era
absurdo.
Encontró una pitilla en el suelo y con
ella reforzó la sujeción de la tapa.
Eran las tres y media de la tarde y el
aire parecía salido de un horno. La calle tendría unas veinte casas por lado
separadas entre ellas por alambres de púas, hileras de cardos, cactus o rejas
de gallinero desvencijadas.
Sin saber por qué, recordó a Amparo, a
quien había conocido hace un par de meses en la última elección de Centro de
Alumnos de la Facultad. Recordó con toda claridad sus grandes ojos negros, su
trenza y, sobre todo el sabor de su piel morena en sus manos.
En ese momento se dio cuenta de que no
sabía qué decirles a los lugareños. Godoy, del Comité Local, le había dicho:
-Mire, compañero, a las siete vamos a
poner una micro en el pueblo y usted es el encargado de llenarla con la gente
del lugar. A las ocho empieza el acto en la plaza de armas en donde vamos a
proclamar a nuestros candidatos a diputados. Aquí está el taxi que lo va a
llevar y usted se viene con la micro llena. ¿De acordeón? Y repitió: “Llena”. Por supuesto a nadie se le ocurrió
preguntarle si tenía ganas de cumplir ese trabajo. Así eran las cosas, sólo
había que hacerlas.
Volvió a recordar a Amparo y tuvo una
erección involuntaria. Aquella tarde ella había hecho algo inesperado; le
acarició la cabeza sin decir nada, apretándolo contra su pecho, mientras él
estaba sentado en un escaño. Y su mano fue como agua tibia escurriendo entre
sus cabellos. La abrazó por la cintura, sintió su olor de hembra joven y
comprendió que bajo su vestido de gitana había una promesa por cumplir cuando
se reencontraran al término de las vacaciones.
Luego se despidieron y cada uno partió
a lo suyo. Comenzaba el verano y todo indicaba que sería muy caluroso, al igual
que el clima político que se comenzaba a vivir en el país.
Tuvo una segunda erección más intensa.
Entonces decidió orinar contra unas matas mientras sentía que la sed le
resquebrajaba las mucosas.
Tenía que llenar la micro. “¿Habrán
salido todos a una reunión y dejaron las puertas cerradas?”, pensó. Pero esa
misma quietud y silencio lo alentó a borrar de sí todo atisbo de vergüenza. Y
por eso, entusiasmado, sin tener conciencia de los límites y de la necesaria
racionalidad política, se dejó llevar por su entusiasmo juvenil.
“…y
por eso, compañeros campesinos, haremos la revolución y la tierra no será de
propiedad de unos pocos sino de todos, especialmente de ustedes que laboran día
a día, de sol a sol. Y construiremos una patria nueva, más justa, más
democrática, más equitativa. Una sociedad en donde no haya ricos ni pobres,
porque todos seremos iguales.”
Cuando concluyó, se calmó un tanto,
tratando de recuperar el aliento. Sí, se había pasado de la raya. No era para
tanto. Al llegar al final de la calle, comprobó que doblaba a la derecha. Era
un pueblo en ele. Sólo había dos calles: una larga y otra corta.
Dobló y siguió con su monserga sin que
nadie asomara la cabeza ante el bullicio que estaba provocando. Cuando llegó al
final de la segunda calle, regresó, pero esta vez se le ocurrió cantar, quizás
sería más atractivo para los pobladores…claro, esos que no estaban. Por cierto
iría intercalando su invitación entre canción y canción. De modo que se
transformó en una radioemisora ambulante. Y comenzó, aunque de manera
desafinada, con las canciones de la Guerra Civil española:
“Dime
donde vas morena,
Dime
donde vas al alba”
Y como su memoria era buena continuó
con
“El
ejército del Ebro
A
la rumba a la rumba bom bom
Una
noche el río pasó
¡Ay,
Carmela!, ¡Ay Carmela!”
Cuando concluyó el repertorio volvió a
invitar a los invisibles habitantes a la concentración
“Hoy,
compañeros campesinos, el pueblo se reúne para proclamar a sus candidatos, a
quienes legítimamente representan los intereses del proletariado. Por eso, a
las siete en punto vendrá una micro que nos llevará a dicho acto
artístico-político y cultural. En la plaza escucharán los versos recitados por
el compañero Pablo Neruda.”
Luego cambió al repertorio italiano,
pero haciendo una introducción, porque su entusiasmo iba en aumento.
Y
ahora, compañeros, escucharemos unas bellas y sentidas canciones de los
partisanos italianos quienes le dieron la zumba a los fascistas en la segunda
guerra mundial.
“O
bella ciao, o bella ciao,
Ciao,
ciao, ciao,
Soy
comunista toda la vida”
Luego se le vino a la cabeza el
repertorio mejicano e incluso fue capaz de desdoblarse en dos personajes.
Y
ahora compañeros, escucharemos algunas melodías de la Revolución Mexicana, esa
que fue encabezada por Emiliano Zapata y Pancho Villa, en donde lucharon
campesinos, sí campesinos igual que ustedes contra los grandes latifundistas de
aquel país hermano. Puede cantar, compañero, el micrófono es todo suyo.
“Con
mi carabina 30-30
(aquí le salía un gallito)
Me
voy a las filas de la rebelión
Y
si mi sangre piden
Mi
sangre les doy
Por
los explotados de nuestra nación”
Incluyó incluso canciones no
revolucionarias, pero del cancionero mejicano, como algunas de Miguel Aceves
Mejías, Jorge Negrete y otras que había escuchado cuando niño.
Y así pasó la tarde, durante horas,
caminando en un sentido y otro por un pueblo vacío. Tan entusiasmado estaba que
preparó sobre la marcha un show improvisado. Se paró sobre una roca que estaba
en el vértice de ambas calles y anunció con solemnidad:
“Señoras
y señores, abuelitas y abuelitos, ha llegado desde el sur un gran cantante que quiere compartir
el folklore nacional con los habitantes de…habitantes de…de este magnífico
pueblo. Recibamos con un gran aplauso a…a…El Tropillano.”
Entonces se bajó de la piedra e imitó
la ovación del público ahuecando las manos sobre el micrófono: “Ohhoooo…bravo, bravo…”
Se subió nuevamente a la piedra y
anunció:
“Como
decía mi querido amigo, en realidad, mi compañero, estoy feliz de estar ante
ustedes y voy a iniciar el repertorio de esta tarde espléndida, con una de las
más bellas canciones de Violeta Parra”
Y desafinado y todo se animó. Ya nada
podía detener su impulso creativo. Se subía y se bajaba de la piedra, adonde
afortunadamente llegaba la sombra de un sauce. Hacía gestos, reverencias para
agradecer al público, incluso pedía un poco de silencio para continuar. Estaba
tan concentrado en su improvisación que no reparó en que las puertas de las
casas habían comenzado a abrirse para dejar paso a sus moradores que no
aguantaban la risa. Eran familias numerosas que se habían acicalado para
asistir al evento. El padre se había puesto la camisa blanca abotonada al
cuello y la chupalla bien plantada en la cabeza; la mujer con su collar al cuello
y su carterita; las niñas con su cintillo y el pelo bien estirado y los cabros
chicos con el pelo mojado imposible de ordenar.
“Y ahora ante ustedes, el gran…”. Se
quedó con los brazos abiertos, una pierna en alto y los ojos aterrorizados al
ver que el pueblo entero salía de sus casas a las siete en punto para asistir a
la concentración. Como campesinos cazurros que eran, se habían puesto de
acuerdo sin ponerse de acuerdo para no salir de sus casas y matarse de la risa
mientras lo miraban por las rendijas de las puertas.
Ya en la micro, los hombres bromeaban
con él, le sonreían, le palmeaban la espalda, lo invitaban:
-¿Se sirve una empanadita?
-Compañero Chito, ¿cómo andarían unas
cervecitas?
-¿Sabe?, yo conozco unas chiquillas
buenas mozas, si quiere se las presento.
-¿Usted juega fútbol?, ¡sí!, ya poh lo
invitamos a un partido este domingo allá en Calle Larga.
Y así, la micro con las banderas rojas
asomando por las ventanillas, se fue dando tumbos por los caminos que –al igual
que los de la vida-, suben y bajan.
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