La cueca en pelotas
Primer pie
Cuando terminé de echar
el detergente en la lavadora y oprimí el botón de encendido, el edificio empezó
a oscilar con un movimiento circular de caderas. "¡Chupalla!, la
cagué". De inmediato, la desconecté, creyendo que yo había sido el
causante de las violentas convulsiones; pero el meneo continuó.
Eran las 19:54 cuando
se inició el terremoto más largo de mi vida.
Corrí a sujetar mis
libros que se sacudían en los cinco estantes con movimiento de matracas...chaca
chaca chaca...como si quisieran bailar, extendí los brazos como un
pulpo intentando contener al Gabo que quería volar en medio de una nube de
mariposas amarillas, retuve a Foucault que pretendía huir dando saltitos,
agarré de las mechas a Patricia Highsmith que quería arrojarse desde la repisa
más alta, bloqueé con el pie izquierdo el intento de escapatoria zigzagueante
de Edgar Allan Poe… pero el movimiento de ula ula no cesaba.
Y no cesó.
Era un terremoto de
magnitud 8.4 grados en la escala Richter.
El apacible escenario
que yo solía contemplar desde el piso 15 cambió bruscamente pues el ulular de
las sirenas, como en las películas de guerra, acuchilló el aire de la bahía; mi
celular comenzó a recibir obsesivos mensajes
acerca de que había que evacuar la zona costera; la voz patibularia de un hombre
emergió por los parlantes anunciando que había que subir a la cota 30; los
vehículos policiales y de bomberos recorrían en una y otra dirección las calles
del puerto con sus balizas encendidas; la radio informaba que el Sistema
Hidrográfico y Oceánico de la Armada (SHOA) había decretado la total evacuación
de la costa, pues un maremoto atacaría pronto el borde costero de Chile;
también se hablaba de caminos cortados, de derrumbes, de muertos, de que
Illapel estaba en el suelo.
Segunda patita
El pandemónium se
parecía a una olla hirviendo, las réplicas no cesaban…ja…réplicas, qué forma
tan ingenua de denominar a los
terremotos que siguen sacudiendo la tierra; en menos de 24 horas sentí 130
nuevos sismos, uno de los cuales tuvo una magnitud superior a los 7 grados.
El edificio seguía con
sus ejercicios calisténicos de cintura como alguien obsesionado por reducir
centímetros de grasa. Abrumado por el despelote generalizado que no cesaba, me
uní al grupo de baile. Entonces vi que mis discos querían escapar de sus
carátulas: las “Lágrimas negras” de Bebo Valdés y el Cigala resbalaron por el pilar
de un estante como alquitrán derretido; la trompeta de Chet Baker pareció despertar
y emitió el bajo ensordinado de Almost
blue que se arrastró como una gata en celo; entonces John Coltrane, que
estaba jugando un partido de basket con Miles Davis, Charlie Parker y Thelonius Monk, así, dos contra dos, partió
entusiasmado a buscar su saxo al borde de la cancha y le siguió el ritmo con
sus corcheas espesas que desfilaron como una procesión de hormigas negras; en
eso estaban los gringos, cuando el tío Roberto Parra escuchó la música y se
picó. Sacó su guitarra y entonó, entre réplica y réplica, el Jazz huachaca de La negra Ester cuya
melodía animó a los otros a bailar una cueca en pelotas. Salieron a la pista la
Cesaria Évora, la Mariza y la Omara Portuondo agarrándose los churrines
mientras Paco de Lucía, Víctor Heredia y Joan Manuel Serrat agitaban los
pañuelos aunque bailaban como el pico…tiki tiki tiki…¡conchas de su madre!,
¡manso gueveo!
Coda
Las cosas se fueron
calmando poco a poco después de 5 horas de contorneos. Estaba agotado, me dolía
la cabeza y tenía la sensación de caminar sobre gelatina. Me fui a la cama,
pensando en lo aporreado de mi paisito. Me vinieron a la memoria las
catástrofes ocurridas solo durante el actual gobierno: el aluvión de Copiapó, el
terremoto de Arica-Iquique, el gigantesco incendio de Valparaíso, la erupción
de los volcanes Copahue y Villarrica, el aluvión de Tocopilla, el segundo
incendio de la Perla del Pacífico, eso sin anotar en el registro a la plaga de
parlamentarios zánganos, los políticos corruptos, el gobierno de
mierda…hummm…como que habría que hacer un sacrificio humano…
Desperté en la mañana
con un picor en el ojo, lo abrí y vi la proa de un barco que había entrado por
la ventana. El mar estaba en calma, las gaviotas jugaban a perseguirse con su
zalagarda habitual y el sol iluminaba la bahía. Era como si nada hubiese
ocurrido.
Me vestí, dejé
enfriando un chardonay y salí a comprar unos piures al mercado Cardonal,
pensando en la tragedia y decidido a lavar mi ropita a mano.
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