lunes, 27 de agosto de 2012

Los fantasmas de Kronborg en Elsinor (Dinamarca)



                 Las nubes, los rayos, los truenos y la lluvia caen como piedras, rebotando en chispas sobre el patio central de Kronborg, el castillo del drama.
 Me parece escuchar los cascos del caballo de Olaf cuando entra por la Puerta Negra tras cruzar el puente levadizo. Su corcel bufa con los ojos desmesuradamente abiertos, con el terror de la batalla puesto en sus retinas, las piedras húmedas del zaguán brillan, las llamas de las teas se revuelven inquietas tratando de escapar de las antorchas.
                 Hamlet reflexiona acodado en una de las ventanas cubiertas de vidrios soldados al plomo. No quiere que lo vean, no quiere que lo interrumpan mientras aguarda la noche envolvente.
                 Abajo, en las troneras, dos corridas de veinticuatro cañones apuntan sus bocas mortíferas hacia el Báltico, ese mar de aguas espesas que separa a Elsinor de sus enemigos, aunque los verdaderos están dentro de Kronborg, el castillo.
                 El viento ruge, la bandera del reino se sacude desgarrada en lo alto de la torre, unos cuervos graznan y vuelan hacia las nubes.
                 Abro un portón tachonado de hierros oxidados; desciendo los duros escalones hacia las casamatas, me interno en los túneles de muros húmedos; escucho unas goteras sobre una poza, parecen marcar el tiempo; me pierdo en un laberinto de catacumbas en donde el viento se cuela y hace cantar  los huesos de los muertos. La tempestad aúlla como una loba herida y se filtra por los resquicios. No sé cuál es la salida, las llamas enloquecen, toco una piedra pulida que es el cráneo de un guerrero. Me ahogo, me falta el aire, la humedad me comprime los pulmones, veo sombras que van y vienen, el aire sabe a agua.
                 Doscientos años antes de que Shakespeare tome su pluma para escribir la letra H de Hamlet, Eric de Pomerania decide levantar el castillo y luego Federico II lo convierte en una fortificación militar.
                 Diviso una luz, recupero la orientación y subo por una escala de caracol que parece no acabar nunca. Llego hasta los aposentos reales de maderas bastas, grandes chimeneas como fauces hambrientas de madera tierna, los fuegos ya se extinguen pero proyectan sombras chinescas contra un muro blanco. 

Los fantasmas están de fiesta, danzan un minueto n sus copas de vino en la mano. Paso al dormitorio de la reina y me tiendo sobre una cama color sangre. El baldaquino no logra ocultar el crimen, el chorro de mercurio helado que penetra en el oído del rey. Ella abre sus piernas y sus carcajadas asesinas van dando bote contra las paredes de Kronborg. 

Sigo hacia el cuarto del rey Christian IV que en 1629 reconstruyó esta ala de cuervo luego del incendio que devoró los tapices, las cortinas, los muebles tallados, dejando los murallones a hueso pelado. Entre al salón de baile rodeado de cuadros obscuros donde brillan fuegos fatuos, el piso ajedrezado confunde las líneas del infinito. Un cielo abovedado de vigas toscas sostiene una techumbre que resiste las marejadas de viento marítimo. Veo en una vitrina los muñequitos tridimensionales de los actores-reyes proyectados como hologramas en un salón en miniatura. Son seres de quince centímetros de estatura que se mueven de un lado al otro de la mesa degustando un jabalí puesto sobre una bandeja de plata, trinchan un muslo, beben sangre en copas de metal, se ríen en silencio. Son los fantasmas de un castillo elevado sobre los fríos vientos del Báltico. 

Sigo mi recorrido hacia el pequeño Hall en donde cuelgan tapices medievales, desteñidos y pasados de luces que cuentan la historia de cien reyes vikingos. Las telas no tienen perspectiva, los campesinos que portan azadas son del tamaño del brazo del rey que ocupa gran parte del dibujo.

 Las figuras, a punta de miradas, de pronto van a resbalar por el tapiz hacia el suelo, se escabullirán por los intersticios de las baldosas como el azogue en el oído del rey.
                 El sol termina de ponerse, Hamlet recupera fuerzas, sus ojos se encienden, se levanta y camina rumbo a la venganza. Shakespeare despierta acosado por sus fantasmas, sus ojos se encienden, prueba el sabor de la frase que escribirá en la Escena I del Acto III, esas palabras que lo obligan a levantarse en medio de la tempestad. Enciende dificultosamente una vela, se sienta unta la pluma y escribe: “Ser o no ser, de eso se trata”.
                

sábado, 25 de agosto de 2012

Copenhaguen

Copenhague tiene unas callecitas por donde da gusto perderse

Hay que aprovechar los cinco minutos de sol, después llueve

Esta imagen refleja el cruce del Mar Báltico en companía de Nury, una espanola muy simpática

El palacio de los reyes de Dinamarca

El trono de los reyes

Una pequena mesita para unos sesenta invitados

Pintando el mono ante un espejo

Uno de los tantos canales


El foso que rodea el Kastellet

Una foto tomada desde el primer asiento de un metro que no tiene conductor

viernes, 24 de agosto de 2012

Charlottenburgo (Berlín)

Por el momento mando fotos
El Palacio de Charlottenburgo en Berlín

Estatua de Federico I de Prusia




Ante este tocador se emperifollaba la reina, Sofía Carlota

Todos los objetos de la mesa son de plata

El pequeno jardín

El Palacio incluye, además, un lago

....y estos pequenos jardines para salir a pasear...

domingo, 19 de agosto de 2012

720 horas (Berlín)



         Hoy cumplimos un mes de viaje. Tengo los ojos saturados de imágenes…se suceden unas tras otras como en un alocado videoclip: veo/recuerdo una bicicleta pintada de blanco –como si en ella hubiese pedaleado un ángel- amarrada a un poste, junto a una corona de flores en la esquina de Holzmarket y Andreasstrasse; veo  un mago haciendo aparecer y desaparecer un huevo en Old Town Square de Praga; veo dos acordeonistas interpretando la Tocata y Fuga de J. S. Bach en Alexanderplatz; veo un barco-hotel en el río Moldava; veo al niño que dijo ¨un ogro¨ cuando me vio en el bosque donde está enclavado el Castillo de la Dama Blanca; veo la joven policía checa que me tendió la mirada más dulce del mundo, esa visión brillante, el símbolo de otra vida; veo el insólito Mar de Arena en un bosque…en fin…a veces, no tengo tiempo para saborear tantas imágenes.
         Ahora cierro los ojos y siento en la piel el débil calor que ya anuncia el otoño. Ayer llovíó y hoy está parcialmente nublado. Mientras espero mi capuchino del mediodía junto a las sillas de playa que se han instalado para que el público descanse, escucho  cerca/lejos el sonido metálico de los tranvías  que circulan cortando la plaza bajo la gran torre de TV. Estoy en lo que era el sector este de Berlín, el sector repudiado por los medios de occidente, sin embargo allí sigue existiendo la amplia avenida Carlos Marx con sus diseños de parques, edificios modernos pese al paso del tiempo, amplias veredas y calzadas, allí está la torre de TV levantada por el mundo comunista y que hoy sigue siendo el emblema de Berlín y de la Alemania reconstruida. Sin embargo, el modelo económico neoliberal ha instalado aquí, casi como un emblema, los Burger King, los Mac Donalds, los boliches de comida al paso, tailandeses, coreanos y vietnamitas que se disputan la clientela con los de sushi japonés o de salchichas alemanas que se venden a 1,3 euros.
         Ya nadie quiere recordar los duros días de la Alemania nazi; los campos de exterminio; el bombardeo de los aliados y la entrada triunfal de las tropas soviéticas a la capital, asalto que culminó cuando un soldado soviético clavó en lo más alto del Reistach la bandera roja con la hoz y el martillo.
         Ya nadie quiere hablar del horror y exterminio guiado por los afanes expansionistas del fascismo. Cientos de ciudades quedaron pulverizadas, convertidas en escombros, con el esqueleto de sus edificios al aire y millones de cuerpos mutilados. Ya nadie quiere saber del holocausto, de la condición humana más miserable de un pueblo culto, inteligente y trabajador que fue cómplice – por las buenas o por las malas-  de la brutalidad del poder nazi.
         Ya nadie quiere recordar tampoco la ciudad escindida. Apenas queda un trozo de muro junto al río Speer que cruza la ciudad en silencio, tal vez avergonzado. Y contrariamente a la imagen de una muralla gris, que sostiene un rollo de alambre de púas, hoy se viste de colores y es el muro más colorinche y alegre que he visto. Abundan los murales por ambos lados, hay graffitis que hablan de la necesidad de paz, de la aceptación de la diversidad y del cuidado del medio ambiente. Los grupos más radicales son los anarquistas quienes se han apropiado de sitios eriazos, edificios vacíos sin ventanas, fábricas abandonadas. Allí conviven en comunidades que cualquiera creería de pordioseros pero que en realidad están conformados por jóvenes, adultos y ancianos que sostienen una batalla política contra un sistema de libre mercado que, de continuar, llevará a la destrucción del planeta.
         Mientras tanto en la periferia de Berlín, en Potsdam, en Charlottenburgo, en Bellevue, en Sans souci se descascaran los palacios de Federico el Grande, rey de Prusia. En los parques, que son una imitación de los jardines de Versalles, suele crecer un pasto irreverente, poco noble, pese a los cuidados de la UNESCO por preservar estos tesoros botánicos.
         Federico era culto, afrancesado y un músico notable. Compuso numerosas obras y tocaba la flauta a la perfección. Se hizo rodear de filósofos, pensadores, artistas y músicos notables como K. P. E. Bach, el hijo más talentoso de Johann Sebastián.
         En Potsdam, mandó construir un palacio a su medida. De hecho, participó activamente en el proyecto junto con los arquitectos, paisajistas y escultores más renombrados de la época. Lo llamó “Sans souci” (“sin preocupaciones”). Allí pasaba la mayor parte del año mientras su reino se gobernaba solo o bien se hundía lentamente sin que él se percatara

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         Organizó tertulias, bailes de máscaras de un marcado contenido erótico en el Salón de Mármol que aún conserva lo espléndido del trabajo de los artistas. Preparó fiestas en las cuales sólo se debía hablar en francés e invitó a divertidísimos juegos dionisíacos en las seis terrazas plantadas de vides que bajan desde el palacio hasta el parterre. Desde allí se extiende un gigantesco parque adornado con cientos de estatuas esculpidas en mármol blanco, en donde abundan las imágenes de los escarceos sexuales de hombres con aspecto de dioses griegos que despojan de sus ropas a mujeres que ofrecen una débil resistencia a los registros masculinos. Los árboles de los bosques son centenarios y están abrazados por enredaderas que trepan hasta las copas. Todo es verde y en medio de ese verdor destacan unas bañeras de mármol, una casa china en medio de los árboles, unas ruinas romanas falsas, unas glorietas adaptadas para la interpretación de la música, unos laberintos de vegetales en donde da gusto extraviarse  y recuperar una condición primitiva que hemos perdido con la civilización, allí donde da placer perderse “sans souci”. Y en este esplendor sin límites también hay, cómo no, una cocina del tamaño de una casa, un invernadero (el Orangerie) con plantas traídas de todos los rincones del planeta, un molino de aspas holandesas.

         Federico II de Prusia, llamado El Grande, pese a su corta estatura –en un cuadro pintado por Antoine Pesue, se ve a su abuelo Federico I sentado en el trono  con un cojín bajo los pies ya que sus extremidades le quedaban colgando del trono- se inclinó caramente por el estilo decorativo Rococó. 


         Se trata de un género artístico propio de decorados interiores y de las llamadas artes menores. Se caracteriza por la asimetría, las sinuosidades y la irregularidad para la cual se emplean imágenes de zarcillos, ramas, flores y un sinnúmero de formas de relleno. Tras dicho lenguaje, alegre, recargado y lúdico en apariencia, subyace la decadencia. Todo se decora casi con desesperación, los adornos de techos y paredes se entrelazan y superponen generando un proceso de ensortijamiento; abundan los espejos que repiten al infinito el vacío de tanto encaje inútil. Se acumulan porcelanas -en otro de los palacios de la monarquía prusiana, a saber Charlottenburgo, denominado así en honor a Sofía Carlota, la mujer del enano, quien murió a los 37 años –se conservan 2.600 objetos de porcelana azules y blancos (tazas, jarros, platillos,  bandejas), la mayor parte traídos desde China.


         Así pues, Federico II, desde niño se inclinó por las artes y no es de extrañar que hubiese participado personalmente en la decoración de su palacio hecho para un placer sin culpas. Era del linaje de los Hohenzollen y fue más conocido como Fritz por sus íntimos. Su constitución delicada chocaba con las rudas maneras de su progenitor, Federico Guillermo I, apodado “El Rey Sargento”. Este siempre vestía de militar y se cuenta, entre sus escasos aciertos guerreros, el haber formado la Guardia de Potsdam, para lo cual reclutó e incluso hizo traer a la fuerza a todos los muchachos cuya estatura superara el 1.85 mt. Con ello formó un poderoso ejército de 80.000 hombres. Además de su reciedumbre, fue capaz de procrear 14 hijos con su mujer, Sofía Dorotea de Hannover, quien condujo a su hijo Fritz por el camino de las letras y la música.
         El carácter y personalidad del futuro rey Federico I chocó violentamente contra la tozudez de su padre cuando en 1730, se descubrió que  Fritz preparaba su fuga hacia Inglaterra con su amante, el teniente Hans Hermann von Katte. El rey tras echar  humo por las orejas, presionó a la justicia para que castigaran al oficial desertor y obligó a que su hijo contemplara la decapitación de su amante. Permaneció deprimido en la cárcel los dos años de su encierro, durante los cuales fue privado de su condición de príncipe heredero. Para recuperar su postulación al trono, debió casarse, por imposición paterna, con Isabel Cristina de Brunswick. Apenas concluida la ceremonia, Fritz, subió a empujones a su mujer a un carruaje y la desterró al castillo más remoto de Prusia para no cohabitar con ella. Desde luego no tuvo hijos con Isabel ni con mujer alguna, por lo que a su muerte heredó un sobrino suyo.


         Voltaire que era un mal hablado y un mal agradecido pues había pasado dos años disfrutando de su estancia en Sanssouci, apenas llegó a París, contó a medio mundo que Federico I de Prusia era una “amable ramera”.
         Así pues, según el decir de un escritor, este fue uno de los reyes que amaron como reinas.

         Llega mi capuchino, le sonrío a la muchacha que me lo trae y le meto conversa, total aún me quedan cinco meses de viaje y tengo tanto que contar.


jueves, 16 de agosto de 2012

martes, 14 de agosto de 2012

En Berlín a las tres y media

Mi mochila pesaba unos dieciocho kilos y la maleta con los ceniceros de cobre, unos veinte más. Había sido idea de El Lenteja.
-Oye weón, mira, allá los vendimos como pan caliente.
-¿Tai seguro?
-Claro, ponimos unos diarios en el suelo, cerca de un Metro, metemos boche y los gringos se van a volver locos con los cóndores y wuemules.
-Tai enfermo del hoyo.
No weón, mira, el Lucho me contó que los alemanes no conocen el cobre ni en pelea de perros.

 Nos habíamos bajado del bus a las dos de la tarde y cuando salimos de la terminal de buses, ya eran las dos y media.
Era domingo, soplaba un viento medio helado, las calles estaban vacías como si la gente hubiese abandonado la ciudad. Cuando podía, soltaba los bultos para mirar unas nubes blancas que bailaban una especie de lento, parecía que se habían fumado un pito: bostezaban, alargaban una mano de vapor como si se mirasen las uñas.
Los hombros me ardían, mis brazos estaban agarrotados y sentía clavadas de agujas en las piernas. Al Lenteja le dio con que Messe significaba Metro, así que nos asomamos a la boca de lobo que había debajo de un letrero que decía Messe y bajamos por una larga escala en cuyos peldanos había brotado un pastito que se mecía con el viento.
-Oye, lenteja, no creo que sea por aquí, fíjate que…
 Pero mi amigo no escuchaba o no quería oír. Llegamos a un subterráneo vacío que olía a orines y en donde, a lo lejos, entre unas columnas se veía la boca luminosa de una salida.
-¡Cómo que no, weón! Mira, allí está la subida al Metro. El Lucho me dijo que tomáramos el S75, que contáramos cinco estaciones y que ahí nos bajáramos porque él nos iba a estar esperando, ¿cachái?
Él iba adelante, con su gorro chilote embutido hasta las orejas, caminando muy rápido; por eso le pusimos El Lenteja, por lo apurón.
Mis hombros estaban al rojo vivo como si los tirantes de la mochila fueran de lija, mis dedos estaban blancos y cuando soltaba la maleta me quedaban pegados. Tenía que separarlos uno por uno como quien deshoja una margarita. Mi polera estaba mojada de sudor y lo único que quería era sentarme y prender un pucho a pesar de que respiraba con dificultad.
 Subimos una escalera, al que también le había brotado pastito, y salimos al otro lado de la calle; pero la estación de Metro no se divisaba por ninguna parte.
Así es que esto era Berlín: unas calles anchas, demasiado anchas, con rayitas pintadas al llegar a las esquinas, unos semáforos para ciclistas, unos edificios cubiertos de vidrios en donde las nubes bailaban en un cielo de mar quieto que escondía lo negro de la noche.
-Mira, yo creo que estamos cerca.
El Lenteja no se atrevía a reconocer su fracaso. Además de apurón era llevado de su idea.
Nos sentamos en un escaño que había debajo de una paleta informativa de un tal Word Trade Algo que tenía un plano de sus instalaciones escritas en un alemán hecho para alemanes.

Solté la maleta, dejé caer la mochila y caí rendido sobre la banqueta. Con esfuerzo, saqué un pucho torcido y aspiré hondo como si el humo me pudiese reconciliar con el agotamiento.
-Mira, weón, allá se ve una weá como de Metro. Quédate aquí y cuida las maletas. Yo voy a echar un lukin. Ya vuelvo.
No tenía fuerzas para discutirle ni para responderle, así es que me quedé como idiota mirando el pasto recién cortado de un jardín público.
Después de un rato, y para ver por dónde había partido, torcí la vista y vi que iba a trancos largos, acomodándose el gorro de lana. Terminé el pucho, acomodé las maletas como pude junto a la banca, puse una mochila de almohada y la otra debajo de los pies y me acosté a mirar las nubes. El cansancio me vencía como si me hubiesen inyectado un tranquilizante. Habíamos viajado sin descansar, mis pies latían, hacía tres días que no me duchaba, tenía los hombros en carne viva, la sed me devoraba y el sueño se me fue metiendo en el cuerpo como una suave nube.
Algunas parecían hongos, así como explosiones atómicas que crecían como humo blanco; otras, eran como animales recostados que dormían plácidamente. Vi que a lo lejos se acercaba un montón de nubes grises; parecían una manada de animales grandes caminando por un pasto azul. Encima de mí, había una nube alba con la forma de una mujer mayor que se arregla el cabello ante el espejo. Se hacía una especie de moño, luego lo deshacía y soltaba puñaditos de pelos que se deshilachaban en el aire hasta desaparecer. De pronto pareció mirarme y en su rostro se abrieron dos orificios intensamente azules. Entonces soltó una lágrima que me cayó en la punta de la nariz.
Abrí los ojos y vi a una anciana que se inclinaba sobre mí, como cuando los médicos se acercan a examinar al paciente.
-Sie sah meine Enkelin?
-No…no sé- le dije, mientras me sentaba en el banco y me refregaba los ojos.
Era baja, un poco gordita, tenía las mejillas coloradas como de abuelita buena. Se secaba las lágrimas con la punta de un pañuelo blanco lleno de cachirulos.
-Sie trägt ein blaues Kleid und weiß. Vor langer Zeit, dass ich suche.
-Como le dije, no tengo idea. Vengo llegando y estoy esperando a mi amigo…¿Usted vio al Lenteja por ahí?
Le miré el reloj y vi que eran las cinco y cuarto. Había caído raja en un profundo sueño. Vi que una maleta tenía el cierre abierto, me agaché, sintiendo que los huesos de mis rodillas trituraban vidrio molido, corrí el cierre y al darme vuelta comprobé que la viejecita ya no estaba.
A eso de las seis el cielo se cerró con un manto de nubes que comenzaron a bajar como una marea de alquitrán. Las primeras gotas cayeron sobre unas hojitas del jardín, luego sobre el cemento, en seguida sobre la punta de mis zapatillas, hasta que las sentí sobre mi cabeza como unos golpecitos de dedos infantiles. Las nubes blancas, al parecer, habían partido enredadas en los cabellos de la anciana. 
 
Estaba solo, me quedaban dos puchos, no tenía reloj, las luces de la ciudad se fueron encendiendo. A lo lejos, escuché el sonido estruendoso de un avión que despegaba, pero no le vi las luces. Y allí me quedé, esperando al Lenteja, mirando caer esa lluvia ajena.