Las nubes, los rayos, los truenos y la lluvia
caen como piedras, rebotando en chispas sobre el patio central de Kronborg, el
castillo del drama.
Me parece
escuchar los cascos del caballo de Olaf cuando entra por la Puerta Negra tras cruzar el
puente levadizo. Su corcel bufa con los ojos desmesuradamente abiertos, con el
terror de la batalla puesto en sus retinas, las piedras húmedas del zaguán
brillan, las llamas de las teas se revuelven inquietas tratando de escapar de
las antorchas.
Hamlet reflexiona
acodado en una de las ventanas cubiertas de vidrios soldados al plomo. No
quiere que lo vean, no quiere que lo interrumpan mientras aguarda la noche
envolvente.
Abajo, en las
troneras, dos corridas de veinticuatro cañones apuntan sus bocas mortíferas
hacia el Báltico, ese mar de aguas espesas que separa a Elsinor de sus
enemigos, aunque los verdaderos están dentro de Kronborg, el castillo.
El viento ruge,
la bandera del reino se sacude desgarrada en lo alto de la torre, unos cuervos
graznan y vuelan hacia las nubes.
Abro un portón
tachonado de hierros oxidados; desciendo los duros escalones hacia las
casamatas, me interno en los túneles de muros húmedos; escucho unas goteras
sobre una poza, parecen marcar el tiempo; me pierdo en un laberinto de
catacumbas en donde el viento se cuela y hace cantar los huesos de los muertos. La tempestad aúlla
como una loba herida y se filtra por los resquicios. No sé cuál
es la salida, las llamas enloquecen, toco una piedra pulida que es el cráneo de
un guerrero. Me ahogo, me falta el aire, la humedad me comprime los pulmones,
veo sombras que van y vienen, el aire sabe a agua.
Doscientos años
antes de que Shakespeare tome su pluma para escribir la letra H de Hamlet, Eric
de Pomerania decide levantar el castillo y luego Federico II lo convierte en
una fortificación militar.
Diviso una luz,
recupero la orientación y subo por una escala de caracol que parece no acabar
nunca. Llego hasta los aposentos reales de maderas bastas, grandes chimeneas
como fauces hambrientas de madera tierna, los fuegos ya se extinguen pero
proyectan sombras chinescas contra un muro blanco.
Los fantasmas están de fiesta, danzan un minueto n sus copas de vino en la mano. Paso al dormitorio de la reina y me tiendo sobre una cama color sangre. El baldaquino no logra ocultar el crimen, el chorro de mercurio helado que penetra en el oído del rey. Ella abre sus piernas y sus carcajadas asesinas van dando bote contra las paredes de Kronborg.
Sigo hacia el cuarto del rey Christian IV que en 1629 reconstruyó esta ala de cuervo luego del incendio que devoró los tapices, las cortinas, los muebles tallados, dejando los murallones a hueso pelado. Entre al salón de baile rodeado de cuadros obscuros donde brillan fuegos fatuos, el piso ajedrezado confunde las líneas del infinito. Un cielo abovedado de vigas toscas sostiene una techumbre que resiste las marejadas de viento marítimo. Veo en una vitrina los muñequitos tridimensionales de los actores-reyes proyectados como hologramas en un salón en miniatura. Son seres de quince centímetros de estatura que se mueven de un lado al otro de la mesa degustando un jabalí puesto sobre una bandeja de plata, trinchan un muslo, beben sangre en copas de metal, se ríen en silencio. Son los fantasmas de un castillo elevado sobre los fríos vientos del Báltico.
Sigo mi recorrido hacia el pequeño Hall en donde cuelgan tapices medievales, desteñidos y pasados de luces que cuentan la historia de cien reyes vikingos. Las telas no tienen perspectiva, los campesinos que portan azadas son del tamaño del brazo del rey que ocupa gran parte del dibujo.
Las figuras, a punta de miradas, de pronto van a resbalar por el tapiz hacia el suelo, se escabullirán por los intersticios de las baldosas como el azogue en el oído del rey.
Los fantasmas están de fiesta, danzan un minueto n sus copas de vino en la mano. Paso al dormitorio de la reina y me tiendo sobre una cama color sangre. El baldaquino no logra ocultar el crimen, el chorro de mercurio helado que penetra en el oído del rey. Ella abre sus piernas y sus carcajadas asesinas van dando bote contra las paredes de Kronborg.
Sigo hacia el cuarto del rey Christian IV que en 1629 reconstruyó esta ala de cuervo luego del incendio que devoró los tapices, las cortinas, los muebles tallados, dejando los murallones a hueso pelado. Entre al salón de baile rodeado de cuadros obscuros donde brillan fuegos fatuos, el piso ajedrezado confunde las líneas del infinito. Un cielo abovedado de vigas toscas sostiene una techumbre que resiste las marejadas de viento marítimo. Veo en una vitrina los muñequitos tridimensionales de los actores-reyes proyectados como hologramas en un salón en miniatura. Son seres de quince centímetros de estatura que se mueven de un lado al otro de la mesa degustando un jabalí puesto sobre una bandeja de plata, trinchan un muslo, beben sangre en copas de metal, se ríen en silencio. Son los fantasmas de un castillo elevado sobre los fríos vientos del Báltico.
Sigo mi recorrido hacia el pequeño Hall en donde cuelgan tapices medievales, desteñidos y pasados de luces que cuentan la historia de cien reyes vikingos. Las telas no tienen perspectiva, los campesinos que portan azadas son del tamaño del brazo del rey que ocupa gran parte del dibujo.
Las figuras, a punta de miradas, de pronto van a resbalar por el tapiz hacia el suelo, se escabullirán por los intersticios de las baldosas como el azogue en el oído del rey.
El sol termina de
ponerse, Hamlet recupera fuerzas, sus ojos se encienden, se levanta y camina
rumbo a la venganza. Shakespeare despierta acosado por sus fantasmas, sus ojos
se encienden, prueba el sabor de la frase que escribirá en la
Escena I del Acto III, esas palabras que lo
obligan a levantarse en medio de la tempestad. Enciende dificultosamente una
vela, se sienta unta la pluma y escribe: “Ser o no ser, de eso se trata”.