Hace
dos mil años, un grupo de militares romanos, atolondrados por la canícula y el
polvo, clavó el emblema imperial en el corazón del Mont Juic. Aquella tarde y,
tal vez, mareados por el vino y el exceso de calor tendieron los hilos del
trazado urbanístico como un laberinto de callejones de lo que sería Lulia
Augusta Paterna Faventia Barcino.
Sin
embargo, el mito, que suele revelar lo inexplicable, advierte que los
argonautas, que iban tras el Vellocino de Oro, sucumbieron a una tormenta cerca
de las costas catalanas. Las naves naufragaron, excepto la novena. Pues bien,
Hércules, que se había unido a los codiciosos navegantes, la buscó y finalmente
encontró los restos de la Barca Nona. Los tripulantes habían hallado tan
acogedor el paraje que, ayudados por Hermes, dios del comercio y las artes,
decidieron fundar una ciudad a la que dieron el nombre de Barcanona, o bien, Barchinona,
Barcalona, Barchelona, y Barchenona.
Las
construcciones de Barcino son pesadas; las calles: estrechas y sinuosas,
trazadas para protegerse del sol
levantino y de los asedios militares, constituyen
hasta hoy un atentado a la memoria. Allí uno se busca, se extravía y se
reencuentra tres edificios más allá, donde parecía que nunca habíamos estado.
Abundan las tiendas pequeñas atiborradas de productos ultramarinos. Hay
comercios que ofrecen máscaras de Venecia, camisas de seda, llaveros, flores,
juguetes de rabiosos colores. En otros, es posible encontrar trescientas
variedades de té –algunos con aromas y sabores de flores exóticas-,
cuatrocientas formas de café y quinientas de chocolate. El comercio se
intensifica durante el estío con la masiva llegada de nórdicos, alemanes,
franceses y latinoamericanos, dando una sensación esponjosa de carnaval que flota
entre sus callejuelas. Y mientras los hindúes acaparan el comercio de pequeños
minimarkets, los catalanes conservan el imperio de sus bares oscuros, plagados
de risotadas en donde uno nunca es un extraño.
En
Barcino hay de todo: pasión, búsqueda, ausencia de recato, delirios juveniles,
mascarada, disimulo, coqueteo y, sobre todo, la pujanza de una fuerza dionisíaca
que se escurre incontenible por los resquicios de un marco de contención
apolínea. Son las contradicciones de una ciudad que nace y muere cada día.
Entre otros delirios, se puede escuchar un ragtime
interpretado en un piano con ruedas ante la entrada de la catedral y cuya
música compite con los ecos de los
hosanna que escapan de la basílica; es la sombra de Ramón Berenguer IV proyectada
de noche contra los muros como si un fantasma la recorriese a caballo; es el
milagro que me permitió encontrar cientos de libros abandonados en una gran
caja, junto a bote de basura, en donde me zambullí para salvar a Norman Mailer,
Bradbury y Flaubert de los estragos del abandono. Son los sombreros de copas,
tacitas de loza, muñecas de porcelana, abanicos chinos, medallas de guerra,
cajitas lacadas que se venden en el Mercado Gótico. Es Santa María del Mar con
sus muros desnudos, con sus anchas puertas de batiente; diseñadas para que
entraran por allí los caballeros templarios en sus cabalgaduras. Adentro todo
es oscuro, silente y húmedo. Los pasos resuenan contra la piedra del piso
recordando la larga noche del Medioevo, mientras los flashes de los turistas
socavan la oscuridad.
Barcino
hace denodados esfuerzos por cuidar su lengua, esa maraña de consonantes que
parece tropezar en cada sîlaba, que siempre está a medio camino entre la
languedoc y el castellano. Al tiempo que trata de proteger su sentido de vida,
su fe escindida entre una cruz sangrante y un puño alzado como muestra de
iracundia contra los opresores. El
escudo condal chorrea sangre, pues según otro mito, Luis
el Piadoso, también conocido como el Tartamudo,
habría untado sus dedos en la sangre en las heridas de Wilfredo el Velludo y luego los habrîa deslizado, dejando cuatro
franjas rojas verticales en la heráldica junto con la cruz de San Jorge, o
Jordi, como dicen ellos.
Barcino
es una baraja lanzada al aire contenido entre los restos de las murallas
fortificadas que ya no la pueden defender de la invasión de artículos
electrodomésticos fabricados por japoneses, chinos y coreanos. Es el lugar
donde aún florece, de tarde en tarde, el clavel rojo de la República Española,
el que fue segado a sangre y fuego por las tropas fascistas en febrero del 39,
cuando el Ejército Popular Republicano disparó el último tiro antes de partir
en éxodo masivo hacia territorio francés. Entre ellos había 220.000 soldados
del ejército republicano, 60.000 varones adultos no combatientes, 10.000
heridos y 17.000 mujeres y niños. Con el último disparo moría un sueño.
Barcino
son los fierros retorcidos en los balcones, aderezos góticos estrambóticos, diseños
arquitectónicos que imitan nada a fuerza de querer ser únicos. El revoltijo de
estilos, que en otros lugares nos parece tan limpio, aquí se funde en un plato
mal cocinado que no toca el cielo de la perfección. Es una ciudad que
deshilacha al visitante con sus mezclas tentadoras de cerveza, vino, sangrías,
jamón serrano, boquerones y otras delicias. Barcino desestructura, desarma y
rearma. Gaudí, el epítome de lo fachoso, de lo arriesgado insípido, ideó la
locura de la Sagrada Familia para hacerle cosquillas a los ángeles con sus
torres permanentemente inacabadas. Así, la ciudad es una tentación de lo
desconocido, allí resulta inevitable arriesgarse, adentrarse en un mundo de
luces y sombras, de respuestas sin preguntas.
Barcino
es tozudez, repliegue táctico ante la muerte de cada día; es un globo que
estalla sin perder su forma. Son los bomberos que con sus pitazos, sonidos de
matracas, reventazón de petardos y encendido de fuegos artificiales están en lluita contra los recortes económicos de
los actuales gobernantes. Estos bomberos son los que arrojaron un mar de espuma
en las calles porque, eso sí, “el cachondeo viene bien, vamos”; los que les
reventaron los neumáticos a los carros policiales en Madrid; los que se
sentaron en el suelo frente a los vehículos de la policía para impedirles el
paso; los mismos que saltaron las vallas que protegían el edificio del
Parlamento Catalán de la avalancha popular. Son los héroes de la ciudad y, como
tales, fueron despedidos con aplauso, vítores y cánticos que decían “Más bom-beros,
menos po-li-cías”.
Barcino-Barcelona,
es este nudo en donde Gutemberg encontró sus más fieles devotos; tal es así,
que cuando se celebra San Jorge, día de la ciudad, se festeja no sólo a los
enamorados sino que simultáneamente se conmemora el Día de los Libros y los
amantes cumplen con el rito de regalarse escritos entre ellos.
Estos
son algunos de los encantos y maldiciones de la ciudad condal, revolucionaria,
apátrida, rebelde, gozosa y transgresora. Una ciudad que invita a dejar de ser
para saber quiénes somos.
Parece una ciudad intervenida por numerosas concepciones de vida. Que ganas de visitar un núcleo de múltiples historias. Saludos desde Santiago!
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