martes, 24 de julio de 2012

Barcino (Barcelona, 20 de julio)


Hace dos mil años, un grupo de militares romanos, atolondrados por la canícula y el polvo, clavó el emblema imperial en el corazón del Mont Juic. Aquella tarde y, tal vez, mareados por el vino y el exceso de calor tendieron los hilos del trazado urbanístico como un laberinto de callejones de lo que sería Lulia Augusta Paterna Faventia Barcino.
Sin embargo, el mito, que suele revelar lo inexplicable, advierte que los argonautas, que iban tras el Vellocino de Oro, sucumbieron a una tormenta cerca de las costas catalanas. Las naves naufragaron, excepto la novena. Pues bien, Hércules, que se había unido a los codiciosos navegantes, la buscó y finalmente encontró los restos de la Barca Nona. Los tripulantes habían hallado tan acogedor el paraje que, ayudados por Hermes, dios del comercio y las artes, decidieron fundar una ciudad a la que dieron el nombre de Barcanona, o bien, Barchinona, Barcalona, Barchelona, y Barchenona.
Las construcciones de Barcino son pesadas; las calles: estrechas y sinuosas, trazadas  para protegerse del sol levantino y de los asedios militares,  constituyen hasta hoy un atentado a la memoria. Allí uno se busca, se extravía y se reencuentra tres edificios más allá, donde parecía que nunca habíamos estado. Abundan las tiendas pequeñas atiborradas de productos ultramarinos. Hay comercios que ofrecen máscaras de Venecia, camisas de seda, llaveros, flores, juguetes de rabiosos colores. En otros, es posible encontrar trescientas variedades de té –algunos con aromas y sabores de flores exóticas-, cuatrocientas formas de café y quinientas de chocolate. El comercio se intensifica durante el estío con la masiva llegada de nórdicos, alemanes, franceses y latinoamericanos, dando una sensación esponjosa de carnaval que flota entre sus callejuelas. Y mientras los hindúes acaparan el comercio de pequeños minimarkets, los catalanes conservan el imperio de sus bares oscuros, plagados de risotadas en donde uno nunca es un extraño.
En Barcino hay de todo: pasión, búsqueda, ausencia de recato, delirios juveniles, mascarada, disimulo, coqueteo y, sobre todo, la pujanza de una fuerza dionisíaca que se escurre incontenible por los resquicios de un marco de contención apolínea. Son las contradicciones de una ciudad que nace y muere cada día. Entre otros delirios, se puede escuchar un ragtime interpretado en un piano con ruedas ante la entrada de la catedral y cuya música compite con los ecos de los hosanna que escapan de la basílica; es la sombra de Ramón Berenguer IV proyectada de noche contra los muros como si un fantasma la recorriese a caballo; es el milagro que me permitió encontrar cientos de libros abandonados en una gran caja, junto a bote de basura, en donde me zambullí para salvar a Norman Mailer, Bradbury y Flaubert de los estragos del abandono. Son los sombreros de copas, tacitas de loza, muñecas de porcelana, abanicos chinos, medallas de guerra, cajitas lacadas que se venden en el Mercado Gótico. Es Santa María del Mar con sus muros desnudos, con sus anchas puertas de batiente; diseñadas para que entraran por allí los caballeros templarios en sus cabalgaduras. Adentro todo es oscuro, silente y húmedo. Los pasos resuenan contra la piedra del piso recordando la larga noche del Medioevo, mientras los flashes de los turistas socavan la oscuridad.
Barcino hace denodados esfuerzos por cuidar su lengua, esa maraña de consonantes que parece tropezar en cada sîlaba, que siempre está a medio camino entre la languedoc y el castellano. Al tiempo que trata de proteger su sentido de vida, su fe escindida entre una cruz sangrante y un puño alzado como muestra de iracundia contra los opresores.  El escudo condal chorrea sangre, pues según otro  mito, Luis el Piadoso, también conocido como el Tartamudo, habría untado sus dedos en la sangre en las heridas de Wilfredo el Velludo y luego los habrîa deslizado, dejando cuatro franjas rojas verticales en la heráldica junto con la cruz de San Jorge, o Jordi, como dicen ellos.
Barcino es una baraja lanzada al aire contenido entre los restos de las murallas fortificadas que ya no la pueden defender de la invasión de artículos electrodomésticos fabricados por japoneses, chinos y coreanos. Es el lugar donde aún florece, de tarde en tarde, el clavel rojo de la República Española, el que fue segado a sangre y fuego por las tropas fascistas en febrero del 39, cuando el Ejército Popular Republicano disparó el último tiro antes de partir en éxodo masivo hacia territorio francés. Entre ellos había 220.000 soldados del ejército republicano, 60.000 varones adultos no combatientes, 10.000 heridos y 17.000 mujeres y niños. Con el último disparo moría un sueño.
Barcino son los fierros retorcidos en los balcones, aderezos góticos estrambóticos, diseños arquitectónicos que imitan nada a fuerza de querer ser únicos. El revoltijo de estilos, que en otros lugares nos parece tan limpio, aquí se funde en un plato mal cocinado que no toca el cielo de la perfección. Es una ciudad que deshilacha al visitante con sus mezclas tentadoras de cerveza, vino, sangrías, jamón serrano, boquerones y otras delicias. Barcino desestructura, desarma y rearma. Gaudí, el epítome de lo fachoso, de lo arriesgado insípido, ideó la locura de la Sagrada Familia para hacerle cosquillas a los ángeles con sus torres permanentemente inacabadas. Así, la ciudad es una tentación de lo desconocido, allí resulta inevitable arriesgarse, adentrarse en un mundo de luces y sombras, de respuestas sin preguntas.
Barcino es tozudez, repliegue táctico ante la muerte de cada día; es un globo que estalla sin perder su forma. Son los bomberos que con sus pitazos, sonidos de matracas, reventazón de petardos y encendido de fuegos artificiales están en lluita contra los recortes económicos de los actuales gobernantes. Estos bomberos son los que arrojaron un mar de espuma en las calles porque, eso sí, “el cachondeo viene bien, vamos”; los que les reventaron los neumáticos a los carros policiales en Madrid; los que se sentaron en el suelo frente a los vehículos de la policía para impedirles el paso; los mismos que saltaron las vallas que protegían el edificio del Parlamento Catalán de la avalancha popular. Son los héroes de la ciudad y, como tales, fueron despedidos con aplauso, vítores y cánticos que decían “Más bom-beros, menos po-li-cías”.
Barcino-Barcelona, es este nudo en donde Gutemberg encontró sus más fieles devotos; tal es así, que cuando se celebra San Jorge, día de la ciudad, se festeja no sólo a los enamorados sino que simultáneamente se conmemora el Día de los Libros y los amantes cumplen con el rito de regalarse escritos entre ellos.
Estos son algunos de los encantos y maldiciones de la ciudad condal, revolucionaria, apátrida, rebelde, gozosa y transgresora. Una ciudad que invita a dejar de ser para saber quiénes somos.

1 comentario:

  1. Parece una ciudad intervenida por numerosas concepciones de vida. Que ganas de visitar un núcleo de múltiples historias. Saludos desde Santiago!

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