(Del libro "Hombre desnudo fumando en el balcón")
Tras despertar de un sueño agitado, tomé conciencia
de que estaba en un hotel de mala muerte en la capital de Rumania tras haber
recorrido 11 países europeos durante tres meses.
Me asomé a la ventana y vi que en la esquina había
un local de comida en cuya cocina un panificador estiraba la masa de una pizza
y luego le agregaba ciertos productos
que iba sacando de una caja. Imaginé, como en el “Festín desnudo”, que el
hombre le añadía grillos con sombreros
de copa, cucarachas vestidas de novia, movedizas lombrices que hablaban entre
ellas, caracoles con quitasoles, pececillos con ruedas, mariposas con
muletas, hormigas de colores iridiscentes,
caballitos de mar con anteojos y una procesión de bichos que componían un
verdadero cuadro de El Bosco.
Cerré la ventana y me fijé en un mapa
amarillento que había clavado en la pared del cuarto. La palabra Transilvania
escrita como una larga curva hacia arriba, me sonreía como si hubiera estado
esperando a que yo la leyera.
Impulsado por un extraño sentimiento que aún me
resulta incomprensible, me asaltó el deseo de conocer la región.
Me dirigí, pues, a Dosbritechey, una
pequeña aldea situada en la parte baja del castillo del conde Drácula. Viajé
durante horas en un autobús desvencijado que tenía roto el tubo de escape por
donde salía un humo picante que me escocía la garganta.
En el primer asiento del lado izquierdo viajaban
dos ancianas con pañuelos amarrados a sus cabezas. Conversaban hablándose al
oído, para lo cual ahuecaban la mano cada vez que querían decirse algo. Dos
asientos más atrás, iba un campesino que dormitaba. Su cabeza resbalaba
lentamente hacia la ventanilla y cuando chocaba contra ella, levantaba el
rostro como queriendo indicar que no estaba dormido. Pero a los pocos minutos,
su cabeza comenzaba a doblegarse nuevamente.
En la mitad de la fila de asientos del lado derecho
iban sentadas dos niñas que jugaban a atraparse las trenzas y para evitar que
la otra se las tomase movían la cabeza de un lado a otro, lo cual me hacía
pensar en dos pequeños aviones que movían sus hélices. Yo iba en uno de los
últimos asientos dando saltos a cada tumbo.
A eso de las cuatro de la tarde, el bus inició el
lento ascenso hacia los Cárpatos, dejando abajo una masa de nubes grises que
cubrían el valle. Un desteñido sol otoñal no lograba entibiarme pese a que
viajaba junto a la ventanilla del lado derecho. A cada curva, veía con horror
el profundo desfiladero que se abría junto al vehículo. En una de las vueltas, el chofer aplicó los
frenos y gritó algo en búlgaro-rumano que no entendí, pero que bien podría
significar: “¿Quién se baja aquí?”. Como nadie respondió, torció hacia la
izquierda y continuó el ascenso por un camino de tierra que se adentraba en un
bosque. A eso de las cuatro, escuché un violento crujido de huesos de acero al
tiempo que el bus se desvió peligrosamente hasta quedar atascado en una zanja.
El chofer gruñó algo apagó el motor y se bajó.
La luz del atardecer declinaba rápidamente de modo
que pronto la oscuridad cubriría por completo el bosque. Mientras descendíamos,
se levantó un viento gélido que agitaba las ramas y se colaba por entre los
matorrales produciendo un sonido semejante a los aullidos de un animal herido.
El chofer informó del destrozo de la máquina al
tiempo que golpeaba desesperado la esfera de su reloj, indicando con ello que
había que apresurarse. Luego se metió debajo del bus con unas herramientas en
la mano. En ese momento los pasajeros
emprendieron una rápida huida en diversas direcciones a través del bosque. Yo
miraba hacia un lado y otro sin saber hacia dónde tomar. Le golpeé con mi pie
el zapato y el chofer se asomó gritándome algo, a la vez que me mostró sus
cinco dedos, y luego con el índice me señaló con insistencia el camino que me
faltaba por recorrer. Lo hizo repetidas veces hasta asegurarse de que yo había
comprendido y luego desapareció bajo el bus.
Si no había entendido mal, tendría que seguir
caminando hasta llegar a Dosbritechey y que debía apresurarme. Hecha esa
deducción, emprendí la caminata. Y claro, tenía que llegar a la aldea antes de
que sus habitantes se refugiaran en sus casas. Imaginé una taberna, comida y un
buen vaso de vino que me entibiara. Alentado por esta idea, apuré el paso,
mientras iba mirando a un lado y otro cada vez que escuchaba un crujido de
ramas. Una mancha blanca, seguramente la luna semioculta por las nubes, asomaba de tanto en tanto por entre las ramas
altas que como garras arañaban el aire. Poco antes de llegar a la aldea escuché
el inconfundible aullido de un lobo como si estuviese dando un aviso.
Efectivamente había una taberna y a través de la
cortinilla de sus ventanas se divisaba una cálida luz que invitaba a entrar.
Puse mi mejor sonrisa, abrí la puerta, pero adentro no había nadie.
Las mesas permanecían cubiertas por unos primorosos
mantelitos bordados, pero sobre ellas no había nada. Tampoco tras el mesón de
lo que correspondía al bar. Avancé, haciéndome anunciar, pero mi voz salía
opacada por las maderas de los muros. ¿Tal vez los dueños se encuentren en la
parte posterior?, pensé y seguí curioseando por el lugar, hasta que se abrió
una puerta lateral por donde salió, de espaldas a mí, una mujer arrastrando una
alfombra enrollada. Yo no me atrevía a hablarle por temor a asustarla, pero
tampoco me animaba a retroceder, de modo que me quedé allí, esperando a que
ella chocara conmigo.
El chillido que pegó cuando me vio, me paralizó.
Luego, sin preguntarme nada me echó a empujones y cerró la puerta con doble
llave. Poco después se apagó la luz del local. Me quedé parado en una plaza
adoquinada que tenía una fuente seca. Sólo se escuchaba el ulular del viento.
Caminé por la única callejuela del lugar escuchando el eco de mis pasos hasta
que divisé una señal de latón oxidada que decía castle.
Como aún me quedaban energías y la curiosidad era
más poderosa que mi racionalidad, emprendí el camino hacia el castillo. No era
fácil avanzar pues, al parecer, había ocurrido un derrumbe y el sendero estaba
cubierto de rocas y ramas de árboles.
Cuando llegué al recodo del camino, vi la alta reja
de entrada. En ese preciso momento la luna se abrió paso entre las nubes e
iluminó las ruinas de una fortaleza que se alzaba en diagonal sobre un
promontorio. Tras la reja entreabierta había en el patio central cerros de
tierra, una pala ancha, una escalera de mano tendida en el piso, un carromato
con una rueda rota cuyas varas apuntaban hacia el cielo, maquinarias de
labranza oxidadas, palas y horquetas apoyadas contra los muros de piedra.
Unos murciélagos revolotearon, lanzando chillidos
como si quisieran acuchillar el silencio. Subí los peldaños de piedra y empujé
el portalón. Ante mí se abrió un enorme salón casi desierto iluminado por los
leños que crepitaban en una gran chimenea. El vaivén de las llamas hacía que
las sombras de los escasos cuadros, pilares y sillones, se movieran de un lado
a otro.
Me acerqué al fuego y entonces lo vi. Estaba sentado
en un sillón de respaldo alto. Sus ojos velados por las cataratas no podían
verme. Sostenía en su mano izquierda una copa con un líquido rojo, mientras con
las largas uñas de su mano derecha rascaba el deshilachado apoyabrazos como un
gato que afila sus garras.
No lo podía creer. Allí estaba Drácula. Las arrugas
de su piel tenían una textura de
chorreaduras de velas y su rostro estaba tan reseco que parecía un higo
deshidratado cubierto de harina. En ese momento me vino un repentino ataque de
tos cuyos tijeretazos, cortaron la fina tela de silencio que cubría los
objetos.
-Tomillo.
-¿Qué?
-También le podés poner hojas de palto. Te lo tomás
y te abrigás.
-¿Co..cómo?
-Santo remedio, me lo daba mi vieja.
No se movía, pero era su voz, sin duda. Al igual
que él, me quedé inmóvil, boquiabierto.
-¿Fumás mucho?
-Bue…una cajetilla diaria…
-Serás boludo. Yo lo dejé hace tiempo, ¿sabés?
De pronto giró su cabeza hacia mí con un ruido de
papeles arrugados.
-¿Me acompañás con un tinto?
-…es que…
-¿Acaso no podés beber la sangre del Señor?...es la
mejor…te lo aseguro.
Entonces reparé en una mesita que había a su
costado con una botella y una copa de cristal de Bohemia. Acerqué una silla y
me senté frente a la chimenea. Tomé la botella sin etiqueta, y vertí un chorro
en el vaso. Introduje la nariz en la copa y olí un bouquet de maderas nobles.
Al beber, sentí el inconfundible aroma de un
Malbec.
-Huumm. ….tiene aroma!...cuerpo!…humm es…
-¿Y?, ¿qué querés?, yo sólo bebo de selección. Pero
p’al bife, prefiero el caberné. Eso sí, la carne me gusta muy sanguinolenta, me
gusta ver ese jugo rojo que se escurre, que…
¿Sería una marioneta con un parlante activado desde
una cabina?...algo no me calzaba en su imagen de ser arruinado, pero que seguía
disfrutando de ciertos placeres, pues era evidente que aún no cruzaba la línea
de la miseria.
-¿Y?, ¿qué pensás?
-¿Ah?...ah, sí, el malbec…está de mascarlo.
-¿Y?, ¿te apetecen unas morcillas?, aunque algunos
les dicen prietas.
-Pero…
-Mirá, che, están fresquitas…sangre recién coagulada,
en su punto.
El efecto de la segunda copa de vino ya estaba
haciendo efecto en mi cabeza, de modo que acepté muy a mi pesar.
-Ya, pero con pancito.
-Mirá que tenés suerte. El gordo Grigorescu me
trajo hoy su especialidad: el Pan del Muerto…¿vos lo conocés al gordo?
-Nn..no…
-Es un jorobado. Da asco, siempre anda con los
mocos colgando y tosiendo. Pero no me hace caso, le he dicho: tomillo y hoja de
palto, santo remedio. Pero es medio deficiente el pobre. Se ríe solo y se orina
en los pantalones. Pero hace un pan delicioso. ¿Lo querés probar?
-…….
-Esperáte un segundito, que lo voy a llamar al
Enano.
Metió su mano de color ceniza por entre la gruesa
bata de terciopelo color sangre y sacó un teléfono móvil.
No, no lo podía creer. ¿Estaba soñando?, pero ¿cómo?...¿Drácula
hablando por un teléfono móvil?...era inverosímil…seguramente era el vino, mi
cansancio, la noche en el sórdido castillo…
-¿Enano?...¿estás ahí o te la estás haciendo,
mugriento de mierda? Dejate de ver películas cochinas, puto de la gran siete y
atendeme.
-……..(sonidos de respiración entrecortada)
-Traenos morcilla, pan, jamón serrano, queso
búlgaro…¿me estás escuchando, boludo?,
………(sonidos más entrecortados)
-¡Pará!, ¡pará de una vez, te digo!
……….(jadeos)
-¡La puta que qué te parió!...escucháme bien,
degenerado…ponés los alimentos en unos platitos, agregás otro par de botellas,
te traés el cubierto en una bandeja y lo ponés todo en el carrito, ¿me
entendés?, ¡ah!, pero antes lavate bien las manos ¡¡¡o te vas a ir a la concha
de tu madre!!!
-………….
-¿En qué estábamos?...¡Ah!, sí, el Pan del Muerto,
el gordo sólo lo fabrica para fechas como hoy, martes 13. No sé qué le agrega,
pero le queda crocante por fuera aunque por dentro es un tanto gelatinoso como
de médula de hueso.
No sé cómo se las arreglaba, pero su copa siempre
permanecía llena. Tal vez en un descuido mío, cuando yo volteaba la cabeza para
descubrir el origen de un ruido extraño, él escanciaba su copa.
A la cuarta copa, escuché que se abría una puerta y
una sombra larga se extendió por sobre el embaldosado blanco/negro del
castillo. Sin embargo era el enano que empujaba una mesita con ruedas de madera
que chirriaban. Vestía un albornoz gris y la capucha le cubría la cabeza, de
modo que no le pude ver el rostro. Cuando estaba cerca de nosotros le dio un
empujón a la mesita y se alejó al trote, aparentemente asustado. Parecía una
enorme rata corriendo hacia la cocina.
-Parece que le tiene miedo.
-¿Miedo?, ¡qué va tener miedo ése! Ahora partió
corriendo para seguir meneándosela. Lo peor, hermano, es que se mete zanahorias
y pepinos por el orto y después me pregunta si quiero ensalada….Enano de
mierda, un día de estos le voy a dar una patada en el culo, no lo hago
solamente porque…
Yo seguía profundamente intrigado acerca del
personaje que estaba junto a mí. Pero no me atrevía a averiguar más. Tenía uno
de esos ataques de pudor que me impedían preguntarle quién era realmente. Hasta
que la incomodidad creció a tal punto que ocupó el lugar del silencio. Entonces
me atreví.
-Este…a ver…sabe don Drácula…¿le puedo decir así
verdad?
-Pero qué boludo que sos, ¿es que todavía no te das
cuenta?...me llamo Diego Armando, igual que el petiso de Boca; grande el chico
ése, aunque ahora con Messí…en fin, Monticelli, por parte de mi viejo, y
Benavente, por la vieja que era gallega. Ambos descansan en paz, allá en
Chacaritas. Pobres viejos.
-Pero…es que yo…yo quiero saber si usted…
-¡Ah!, ya sé, es esta máscara de mierda que tengo
que usar. Se me había olvidado, perdoname.
Acto seguido con su mano cogió un trozo
sobresaliente de su rostro desfigurado y lentamente lo fue despegando de su
cara tras tirar de unas lenguas de pegamento que seguían adheridas, hasta
arrancarla por completo.
Era un hombre mayor, de pelo corto, de ojos
celestes, que tenía la suave mirada de un abuelo pícaro pero bonachón. Parecía
un gnomo. Luego se arrancó los guantes de uñas largas y pude ver sus dedos
rosados y regordetes.
-Pe..pero… entonces…usted no es …
-Na…esas son pamplinas…soy actor y me contrataron
para asustar a la gente. El dueño cree que se puede montar un espectáculo
aquí…qué sé yo…”La semana de Drácula”, o “Drácula y los vampiros ” o esos
nombres boludos que inventan los yanquis: “Vamos juntos al castillo de
Drácula”. No me pagan mal, pero me aburro. ¿Y vos?, ¿qué me decís de
vos?...pero servite con confianza, andá,
dale…mirá que tenemos la bodega llena. ¿Y?, ¿cómo te llamás?
-Carlos…aunque pensándolo bien, no existo. Sólo soy
un narrador obsesivo, detrás del cual se esconde el autor. Claro que esto quede
entre nosotros.
-¿Cómo así, che?
-Mira, yo creo que al autor se le salió un
tornillo. Le dio por viajar por Europa y África, siguiéndose a sí mismo,
escarbando en sus paisajes interiores. Es un
tipo solitario en constante
búsqueda de no sé qué. Me da lástima. El
pobre no sabe o, tal vez sí, que todo camino es circular y que no lleva a
ninguna parte sino al interior de uno mismo.
-Mirá que lindo pensamiento.
-Sí, pero no es mío…ni de él, es de Baricco.
-Baricco…Baricco…no, no me suena. Yo conocí a un
tal Batistuta, empezó jugando en el “Tres estrellas” del barrio Once…pero a
ver, no nos perdamos, ¿cómo es que vos no existís?
-Es que todos estamos metidos en un juego, igual
que tú, que no eres Drácula, sino Marado…quiero decir Monticceli. La cosa
funciona así: al autor de repente se le ocurre algo y para escribirlo necesita
un narrador, un personaje inventado, como yo. Y entonces el relato se parece a
las muñecas rusas, esas que van una dentro de otra …¿se entiende?
-No…Mejor brindemos. Salud, hermano, por tu juego,
aunque prefiero el fútbol.
-Salucita.
Tomá con confianza, que el enano ayer no más lavó
las copas…En fin, che, se me cierran los ojos así es que me voy a la cama.
-¿Y yo?
-Vos podés dormir en cualquiera de los 13 cuartos
que hay en el segundo piso. Eso sí, ponele tranca a la puerta, mirá que el
enano anda alzado…en fin, ya sabés como es. Chau.
-Gracias Marado…gracias, Monticelli.
Subí la escalinata un tanto mareado, apoyándome en
una baranda hecha de palabras, pisando los peldaños que se convertían en letras
sueltas porque, al final de cuentas, todo era un artilugio verbal diseñado para
engañar al lector cuando escribí que…Tras despertar de un sueño agitado, recordé
que estaba en un hotel de mala muerte en la capital de Rumania tras haber
recorrido 11 países europeos durante tres meses.